El problema del lugar se complica si tenemos en cuenta que también la interioridad de cada uno es un lugar de lugares. Este lugar, en realidad, está a la vez dentro y fuera, pues si interiormente no estamos bien, no estamos bien en ninguna parte. Nadie puede huir de sus propios pies, mucho menos de su propia cabeza -”Tú estas allí donde están tus pensamientos. Asegúrate de que tus pensamientos estén allí donde tú deseas estar”, ha dicho el rabí Nachman de Breslau-.
Todos tenemos experiencia de que a veces, más de lo conveniente, vivimos en lugares muy inhóspitos y desagradables, en los sitios más bajos de nuestra casa o morada interior, una casa en la que por lo general ocupamos las habitaciones más pequeñas y estrechas, habitualmente llenas hasta los topes de ideas, deseos y proyectos de toda índole que no nos dejan respirar. A veces, tenemos esos sueños extraños en los que nos vemos ocupando habitaciones o jardines de nuestra propia casa que desconocíamos. Y en esta conquista expansiva del sueño nos sentimos reconfortados y exaltados. Nos pasa también, despiertos, cuando oímos o leemos palabras que nos elevan el ánimo y sentimos como se hace más ancho nuestro pecho y podemos respirar con más desahogo. Luego, después de estas exultantes interrupciones, volvemos una y otra vez a nuestros aposentos de siempre, confortables quizá, pero a la postre estrechos y limitados como jaulas.
Esta perspectiva interior, de nuestra individualidad que desea y piensa -es de suponer- y actúa en consecuencia, tiene también su “tontón”. El hombre es una máquina biológica preparada y entrenada durante cientos de miles de años de evolución para la depredación, para sobrevivir a costa de lo que sea. La percepción interna de esta máquina biológica es el yo, el ego, la carne, como decían los antiguos. Está también el espíritu, pero muy desentrenado en estos tiempos. Evitar los reduccionismos de uno u otro tipo que nos lleva al mal uso del “tontón” exige un esfuerzo continuo del espíritu sobre la carne.
El esfuerzo metódológico de la objetivación científica, que garantiza resultados probados, siempre refutables, sin embargo (que se lo digan al turista del pantano, si es que hay otra vida para decírselo).
El esfuerzo para poner entre paréntesis nuestras creencias e ideologías y abrirnos al diálogo y la discusión entre personas, en cuerpo presente vivo, real o figurado, y no mediante abstracciones y consignas generales llenas de palabras muertas o vacías.
El esfuerzo de autonocimiento, de conocerse a sí mismo, de conocer los intrincados rebesinos de nuestro ego y sus proyecciones, que siempre quiere salirse con la suya y llevarse la mejor parte.
El azar y la necesidad, inevitables, de las circunstancias naturales e históricas -lo fáctico-, son las que exigen del ser humano libertad y responsabilidad al mismo tiempo para que haga su propio camino y realice su lugar propio. Como ocurre con el lenguaje, que es el medio humanizador por excelencia tanto de los lugares externos como internos -”la casa del ser”-, las circunstancias del humano vivir están llenas de matices, nuestra vida está sometida a una radical complejidad: pasado, presente y futuro, presente-pasado y presente actual, el dónde, cuándo y quién, cómo, por qué y para qué, la adversidad, la causalidad y la casualidad, la ilación y la finalidad, la perífrasis, el tropo y la metáfora.
Un cambio sustancial se produce cuando se pasa de ver el cuerpo en el espacio a oírlo -escucharlo, obedecerlo- en el tiempo. El cuerpo se hace tiempo y se nos va haciendo doblemente extraño. Extraño en un lugar que ya no es para él morada, sino espacio geométrico, trazado por manos ajenas a nuestro vivir sentido. Extraño también para el lugar de la memoria, que clama por el origen y busca la u-topía en los no-lugares que se ofrecen.
Y ahora es cuando viene al caso cerrar este post de dos largos capítulos con los versos del poeta que le han servido de apertura. Dicen “aquí”, un adverbio circunstancial de lugar, un sitio concreto, que no admite abstracciones ni generalizaciones, ni geométricas ni políticas, fuera de lo vivido. Usa el verbo “dejar”, como cuando decimos “aquí te dejo el niño, que salgo un momento”. Lo que se deja es de mucho valor para quien lo deja en confianza, en “lugar” que sabe seguro, en un lugar de acogida, donde sabemos que será cuidado y protegido. Se deja una “presencia”, algo carnal, ineludible, algo que se hace patente precisamente como “extrañeza”, pues al proferir con palabras propias esa constatación, las mismas palabras se hacen extrañas, como si no salieran del “cuerpo” que las dice y promulga, como si vinieran de fuera, de un espíritu que las inspira, las sopla, como sopla el viento, que sopla donde quiere. Como esos días de calor en los que sentimos el peso y la gravedad de nuestro cuerpo y de pronto viene el soplo de una brisa fresca y nos redime, nos vuelve ingrávidos, llenos de gracia y de gozo.
Verdaderamente hay, como dice Josep Pieper, un modo contemplativo de ver el mundo. Y esta es la mirada del poeta, que es más oído que mirada. El poeta es Orfeo, canto y encantamiento, que transforma el no-lugar clasificado, troceado, que disecciona el cuerpo en partes funcionales para los huecos geométricamente prescritos por la Máquina -en mecanismos-, los convierte, digo, en un lugar de acogida, en una morada humana.
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