La ciencia no da sabor a la sopa
(ALBERT EINSTEIN)
Esta frase de Einstein se puede interpretar desde la crítica de la crítica a que ha sido sometido el conocimiento racional del mundo por el desarrollo de las ciencias propiamente dichas y también las llamadas “ciencias humanas”. El problema está en que si nos aferramos al mundo de los hechos -a lo fáctico-, el método científico nos proporciona siempre sobre el mundo en que vivimos un conocimiento post-fáctico, dicho de manera más coloquial, un conocimiento, a toro pasado, sobre cómo tenía el torero que haber dado el capotazo. Así es que en lo que atañe a nuestro vivir concreto, se nos ofrece una brújula que nos indica el camino a seguir después de haber pasado por él y haber sorteado como se ha podido sus obstáculos, desvíos y peligros. ¿Hay algún método -camino- que permita a nuestra mente estar presente con su saber adquirido en la presencia corpórea de cada momento vivido, orientando e incluso previniendo? ¿Hay, en el mismo sentido, alguna manera de transformar mediante el conocimiento los años que se viven en experiencia de vida? ¿Se puede estar al presente en lo que hay que estar y estar a la vez abierto a lo que ese estar nos pueda enseñar? ¿Pueden estar juntos y unidos el espíritu y la carne de manera que se esté en el mundo sin pertenecerle necesariamente? ¿Se puede vivir de una forma que no sea puramente reactiva a los estímulos del mundo, natural y social, para los que estamos condicionados y programados a responder?
Las viejas tradiciones milenarias que guardan y se guardan en las principales religiones del mundo, plenamente operativas hoy -el sufismo, el zen, el jasidismo o la mística cristiana- han pretendido siempre ser una respuesta a esta interrogante que la ciencia renuncia, por su propia manera de funcionar, a responder. Estas tradiciones miran al mundo desde una perspectiva distinta a las ciencias, que lo miran como algo separado del sujeto y su problemática interior o subjetiva. Pues no se trata sólo de cómo ve uno el mundo y se lo representa, sino de cómo se vive el trato y el roce con las cosas, las demás personas y también uno mismo, lo más intratable del mundo.
En estas tradiciones, nacidas y desarrolladas en el seno de las religiones, se proporciona un saber o conocimiento desde la perspectiva de la 1ª persona, desde su interior o conciencia, un Yo, desde la propia experiencia, que se comunica a un Nosotros, no en fórmula matemática o discurso razonablemente discutido, sino mediante el testimonio personal compartido. No se trata de algo irracional, sino de otra forma de razón que no quiere prescindir ni del espíritu ni de aquello, la carne, donde se entiende que éste se manifiesta.
Lo que yo puedo decir al respecto, que no es mucho, es que la experiencia lo es siempre de la carne. Si uno lee a un místico, por ejemplo a San Juan -que no es mal ejemplo-, ve enseguida que de lo que habla este maestro es fundamentalmente de la carne, de su carne y el camino que sigue, en su búsqueda, guiada por el espíritu, de unidad trascendente. Apenas habla o insinúa algo sobre la llegada, la unión mística, el éxtasis. Lo que San Juan nos cuenta en verso y en prosa como testimonio de su experiencia es la ascética; de lo que nos habla principalmente es de las vicisitudes del camino. Entiendo, por esta y otras lecturas, que la experiencia de la carne tiene su propio papel, imprescindible, en el desarrollo del espíritu, la parte esencial del ser humano que queda como atrofiada desde la infancia en virtud de los reclamos del mundo a los que no podemos sustraernos, aunque ingresáramos en un convento recién nacidos. Sólo la experiencia de la vida, si es tal -veamos si no otro ejemplo señero, el de Santa Teresa, su “Libro de la vida”-, a vivirla de manera que sea digna de nuestras potencialidades espirituales escondidas y su posible desarrollo o despertar. Y del mismo modo que las grandes obras literarias sólo se entiende bien, en sus aspectos puramente seculares, a cierta edad, también los libros espirituales sólo nos llegan en toda su profundidad humana -salvo excepciones geniales, que las hay en todos los terrenos- cuando se han cumplido -verdaderamente “cumplidos”- cierto número de años. Como dice Marcel Legaut, es necesario vivir intensamente la vida para que sea digna de las potencialidades espirituales que nos son propias
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Creo que fue Unamuno quien distinguió entre libros vividos y libros que hablan de la vida. Lo que se cuenta en los libros vividos -”libros de itinerario”, como los llama Marcel Legaut- son testimonios biográficos, tanto si narran vicisitudes y acontecimientos externos como si se refieren a experiencias internas, a nuestro sentir o pensar, a las vivencias y reflexiones de una mente concreta.
La experiencia que ofrece un testimonio, por tanto, es una experiencia carnal, o de la carne sola o del espíritu encarnado que se manifiesta en ella. Lo que no tengo claro es si estos dos planos de unificación o reunificación, el de la religión -de religare, re-ligar, re-unir- y el de nuestra alma o psique, espíritu encarnado -una legión de “yoes”, a los que Jung llamaba “complejos”- son inseparables el uno del otro o pueden funcionar independientemente. No conozco experiencias ni testimonios que se presenten como independientes de una religión, salvo si se entiende el budismo como una tradición no religiosa.
Pienso que todo esto tiene que ver con el sentido del famoso verso machadiano, “se hace camino al andar”, convertido ya en frase proverbial que todo el mundo repite, aunque no se tenga del todo claro el profundo y múltiple significado que encierra. Uno de ellos es que es el andar el que debe hacer el camino, es decir, ser efectivamente experiencia vivida, aprendizaje y escarmiento, pues también es cierto que se pueden cumplir años sin que los años sirvan a su cumplimiento y nos vayan haciendo no sólo cada vez más viejos, sino más pellejos. Otro, que el camino tiene sus propias dificultades y exigencias, como dice Idries Shah, y no aquellas que nosotros mismos inventamos o acarreamos para entretener el tiempo que pasa.
“Alguien”, sin embargo, estoy convencido de ello, nos ve pasar, como globos inflados llevados por el viento, sin que nosotros, quizá, nada veamos ni nos veamos.
Lo dice también Machado en otros versos:
Ojos que a la luz se abrieron
un día, para después
ciegos tornar a la tierra
hartos de mirar sin ver.
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