“Un pedagogo hubo: se llamaba Herodes” (ANTONIO MACHADO)
Sabemos que poner, apenas abierto este blog, la palabra “pedagogo” es muy arriesgado. La simple mención de esta palabra echa para atrás como si se hubiera mentado la bicha. Uno, doctor en la materia, lo sabe de buena tinta. Y no hay mejor cuña que aquella de la misma madera del árbol que se quiere abatir. ¿Es que pretendemos derribar el árbol de la pedagogía?
No se trata de eso. ¿De qué se trata, pues? Pues se trata, por un lado, de contar experiencias y preocupaciones de índole personal, como son todas las experiencias y preocupaciones que tienen que ver con toda tarea humana, como es la educación; una tarea siempre inserta en cuanto la rodea, que es todo y es tan determinante hoy día. Por eso, padres y madres, profesoras y profesores, aún jubilados, nuestras cabezas no descansan, y siguen calentándonos la sangre las cosas que vemos a nuestro alrededor y cuentan los amigos y colegas que siguen en la brecha.
Lo que se cuenta sobre la educación tiene que ver con todo lo que está pasando hoy, esto que llamamos “la crisis” sin saber muy bien qué es, porque quizá uno de los problemas que tiene hoy la pedagogía es que la especialización, por un lado, y la burocratización y politización por otro, la han aislado de la realidad a la que dice atender. Así, los problemas de la educación no se ven como tienen que verse, con toda la complejidad de sus relaciones y derivadas. Es conveniente, sin embargo, que no nos dejemos tentar y arrastrar por las noticias diarias y los debates estériles que se suscitan. Pero es absolutamente necesario hoy ver los problemas de la educación en relación con los demás problemas que zarandean nuestro momento actual y que han ido configurando en la práctica, a lo largo de bastantes años, una determinada pedagogía que aquí y ahora no compartimos.
Veamos un ejemplo para abrir boca. Una guardería -cuyo nombre no diré, porque es una “buena guardería” en base a los criterios pedagógicos que hoy se consideran “correctos”- se anuncia de la siguiente manera: a) Servicio psicopedagógico. b) Personal especializado. c) Actividades extraescolares: inglés, informática. d) Comedor con catering. e) Celebraciones de cumpleaños.
No voy a comentar cada uno de estos anuncios, pues habrá ocasión de hacer referencia a ellos de forma repetida e indirecta. Una posible traducción al ámbito del sentido común sería la siguiente: a) Se trata de una empresa que funciona de forma departamentalizada. b) En ella trabajan especialistas en distintas ramas del saber pedagógico. c) La empresa usa como marketing ofertas de productos de moda. d) Se come “on line”. e) Se ofrecen celebraciones individuales de los niños para desarrollar la autoestima de los padres.
En realidad, el único pedagogo propiamente dicho de toda esta propuesta pedagógica es el abuelo o la abuela que llevan y traen al nieto cada día cogido de la mano como aquel esclavo griego del que procede el legado de esta palabra. También está Herodes, por supuesto; pero de éste no queremos hablar.
A veces pienso que las palabras “pedagogo” y “pedagogía” están lastradas desde siempre de un cierto pesimismo consustancial. No he podido por ello, en este sentido, resistir la tentación de ilustrar este post con un poema que lleva por título “El Pedagogo”. Se trata de un poema indio, escrito en sánscrito clásico y de autor y época desconocidos, traducido y recogido por Octavio Paz en sus “Versiones y diversiones”, que manifiesta desde luego un profundo pesimismo y escepticismo sobre la tarea de la enseñanza. Dice así:
No llevo cadenas
doradas como la luna de otoño;
no conozco el sabor de los labios
de una muchacha tierna y tímida;
no gané, con la espada o la pluma,
fama en las galerías del tiempo:
gasté mi vida en ruinosos colegios
enseñando a muchachos díscolos y traviesos.
Muchos pensarán, y con razón, que este viejo poema es más que pesimista, es desolador. Es posible. Pero tendréis que reconocer, si miráis a vuestro alrededor con atención y fijando la vista más en los hechos que en los discursos de propaganda, que este poema, escrito seguramente hace ya bastantes siglos, no ha perdido su vigencia, a pesar de que hoy lo leamos en una cultura que se llama a sí misma “moderna” e “ilustrada” y presume de la educación como de su conquista más noble e importante.
¿No habrá también, desde el principio, algo de falso en la transmisión y entrega de nuestra cultura, en nuestra tradición? Lo digo porque los dos maestros por antonomasia, Sócrates y Jesús, no sólo no fueron entendidos ni acogidos por los suyos, sino que a uno lo envenenaron y a otro lo crucificaron, y además en nombre de la ley. Mayor fracaso con tanto futuro no ha existido en toda la historia de la humanidad.
Si no situamos en los orígenes, el término pedagogo es, como se sabe, de procedencia griega (de paidos-niño y gogo-llevar, conducir). El pedagogo era, como ya hemos referido, el esclavo griego que se encargaba de llevar a los niños de la casa donde trabajaba al gimnasio, es decir, a la escuela. A nadie se le ocurre pensar que hoy los pedagogos sean esclavos de nadie, que se sepa. Quienes sufren el trabajo diario del aula más bien piensan que la palabra “pedagogo” tiene hoy más relación con el amo que con el esclavo.
Y algo de eso hay sin duda. Así que, antes de seguir adelante, diré en mi descargo que, a pesar del título de doctor, yo no he ejercido nunca como pedagogo, como bien saben los que me conocen; ni como amo, ni como esclavo. Aclarado esto, centrémonos en las relaciones entre el amo y el esclavo que nos recuerda la palabra “pedagogo” y pone en evidencia. Pues, efectivamente, en todos aquellos oficios que se ocupan de las obras de misericordia, es decir, de tratar con la inevitable miseria humana, se han establecido interesadas distinciones entre lo práctico y lo teórico: el arquitecto y el albañil, el médico y el enfermero, el pedagogo y el profesor, el político y el ciudadano. Lo mismo ocurre en la educación: una cosa es el pedagogo, que se dedica a predicar lo que hay que hacer, y otra el docente, que lleva sobre sí la tarea práctica y concreta de enseñar a muchachos díscolos y traviesos.
¿Y cómo es que se ha llegado a esta división de tareas? Pues porque tales distinciones permiten y justifican no sólo la huida del contacto con la miseria y el sudor humanos, sino, además, que se puedan percibir mejores emolumentos, recompensas y reconocimientos por ese mismo abandono.
Es verdad que ya no se oye decir aquello de “pasas más hambre que un maestro de escuela”. Pero las cadenas doradas, el entusiasmo erótico, la fama y el dinero que la suele acompañar, son reservadas en nuestra sociedad para políticos, directivos de bancos y multinacionales, futbolistas, personajes y líderes mediáticos, sex symbols, cantantes y cantamañanas de toda lacha; no para el oficio de enseñar al que no sabe. Y no es que yo reclame estas cosas, que siempre han sido más propias de indecentes que de docentes, sino que me hago la siguiente pregunta: ¿No será que todo maestro está llamado por la naturaleza misma de su tarea al sacrificio y al martirio? ¿No es educar siempre una provocación para cualquier poder establecido?
La cruda realidad es que nosotros, los profesores modernos y postmodernos, ni siquiera podemos aspirar al martirio como Jesús de Nazaret o Sócrates de Atenas. Perfectamente integrados en el engranaje de La Máquina y aplastados por ella, guardamos y conducimos niños como el esclavo griego y controlamos y entretenemos adolescentes sin oficio ni beneficio mientras sus padres –padre y madre- son explotados en el trabajo y engañados una y otra vez en el consumo de productos e ideas que la propia Máquina segrega.
Triste conclusión, propia del escéptico que uno lleva dentro. Pero tengo que advertir que soy un escéptico consecuente, y por tanto, soy también escéptico con mi propio escepticismo. Si no, ¿por qué me iba a meter a bloguero?
No hay comentarios:
Publicar un comentario