De senectute: De la vejez, poco he de deciros, porque no creo haberla alcanzado todavía. Noto, sin embargo, que mi cuerpo se va poniendo en ridículo; y esto es la vejez para la mayoría de los hombres. Os confieso que no me hace maldita la gracia (MACHADO, A.: “Juan de Mairena”).
Fuimos educados en el miedo y la búsqueda de seguridad; nuestros padres y abuelos venían de la guerra y la escasez. Maduramos en lucha: ¿ruptura o transición? Se nos llenó la boca hablando del cambio. Pasamos de un régimen político a otro, de una dictadura a una democracia, sin guerras ni revoluciones; de manera ejemplar, dijimos. Por debajo de las formalidades políticas, transitamos casi sin darnos cuenta de una sociedad dogmática y teológica a una sociedad libre, plural y secularizada.
El proceso de modernización y secularización que en Europa se había ido produciendo de forma más lenta, más tranquila, más pensada, aquí lo hicimos con enorme prisa irreflexiva, pues había que coger el tren en marcha de la Europa rica, del “estado de bienestar”, que se nos escapaba. No dio tiempo a pensar ni los pros ni los contras ni las consecuencias para nuestra manera de ser y nuestras particulares circunstancias. La ruptura, en realidad.
No éramos del todo conscientes que esta dicotomía entre ruptura o transición planteaba no sólo un cambio de régimen, sino una nueva lectura del mundo muy distinta de la de nuestros padres y abuelos. Ahora quizá empezamos a darnos cuenta de esta verdad: que nuestros anhelos juveniles y nuestros interrogantes existenciales no pueden ser resueltos sólo por los cambios políticos. Menos aún por la política que conocemos o vamos conociendo, pues ya hemos visto que en cuanto una ideología alcanza el poder y se asienta en él, por hermosa que sea la causa con que se anuncie, pierde su contenido utópico, olvida los interrogantes por contestar, las injusticias por resolver y los anhelos por colmar de los seres humanos y se convierte en pura propaganda de conservación o reconquista.
En medio de la abundancia de bienes materiales y derechos recién conseguidos, olvidamos muy pronto que estas cosas no las había regalado nadie, que no venían del programa del partido que había ocupado el poder en las últimas o penúltimas legislaturas. Olvidamos que todo esto eran los frutos del compromiso y el sacrificio de las generaciones de ayer y anteayer, que se justificaban en cierta visión del mundo, en ciertos valores, en ciertos mitos si se quiere. Ideas, valores, mitos que nos hemos apresurado a arrojar pronto como estorbos para cada nuevo viaje hacia el progreso indefinido y continuo de tener siempre más, otro mito en todos los sentidos, pero más rastrero, que se anuncia en todas las campañas electorales. Hemos cambiado el mito del vuelo inalcanzable por las pobres alas de la gallina que ni quiere saltar las bardas del corral.
Uno se pregunta ahora si cada nueva oferta, más o menos generosa según corren los tiempos, sobre el justo reparto de los bienes materiales y derechos, puede realizarse sin que cada uno de nosotros esté dispuesto a renunciar al interés propio; si los derechos pueden ser cumplidos sin que cada cual cumpla con sus deberes. Es decir, si existen en cada ciudadano motivos e intenciones para que cada uno se responsabilice éticamente de sus acciones, para que las leyes que protegen nuestra libertad y nuestros derechos puedan realmente no sólo ser cumplidas, sino promulgadas en nuestros corazones y no se conviertan en armas que nos arrojamos unos contra otros en nombre de ese ente abstracto que hoy se llama “la ciudadanía”. Y esto, que es la base de la democracia y es también la esencia de nuestra cultura, griega, cristiana e ilustrada, ¿dónde y cómo se aprende?, ¿cómo y dónde se enseña? ¿Cómo construimos el lugar de un futuro para todos?
La generación de nuestros hijos se ha levantado sobre una sucesión de ruinas -el muro de Berlín (1989), las Torres Gemelas de Nueva York (2001), la masacre del atentado del 11-M en Madrid (2004)- que se han constituido en símbolos de las ruinas de los nuevos mitos, de esa lectura del mundo hacia un progreso indefinido y automático. Y esas ruinas nos sitúan ahora ante una alternativa más dramática y global: civilización o barbarie, ética o degeneración regresiva.
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