29/1/14

XI ESCUELAS DE VERANO



Uno de los fenómenos a que dieron lugar los aires de cambio que vivimos por aquí en los años setenta fue el de las Escuelas de Verano o los llamados también Movimientos de Renovación Pedagógica. Yo estuve muy presente y activo, junto con otros docentes, en el principio y desarrollo de la Evex (Escuela de Verano de Extremadura) y su configuración en una asociación de la que fui su segundo presidente. Nunca he dicho nada sobre esto; pero hoy, por la distancia y cierta actitud de desapego hacia las propias realizaciones, creo que estoy en condiciones de decir algo al respecto. 
Dejé la presidencia y luego, poco a poco, también la asociación, como tengo por costumbre cuando entiendo -según mi entender, naturalmente- que un movimiento entra en vía muerta. Aquí puede permanecer y durar, una vez configurada su estructura institucional y alimentado con recursos ajenos, todo el tiempo que quiera, pero ya no será un movimiento vivo de transformación. Esta es la razón y no otra de que la costumbre de dimitir arraigase en mí tempranamente y la haya practicado con toda naturalidad a lo largo de toda mi vida. 
Desde ese primer momento de “juntarse”, que supone el punto de ignición de toda transformación que se realiza en grupo, hasta el momento presente me han acompañado distintas valoraciones, propias y ajenas, sobre el fenómeno. Mi idea hoy, en el recuerdo, es que la Escuela de Verano de Extremadura -aparte de que siguiera formalmente el modelo de “Rosa Sensat” de Cataluña- floreció aquí con su propia vitalidad, manifiesta en la agrupación de algunos docentes de ambos sexos que quisieron compartir ciertos ideales y tareas, quizá un tanto difusos los primeros, en pro de la renovación de la enseñanza. 
Creo que esto era lo que primordialmente nos unía, aparte de que las Escuelas de Verano en general fuesen también plataformas de lucha política y realizaran la función de formar cuadros de mando, función cuya legitimidad no pretendo poner en entredicho, aunque mi vocación personal no fuera en esa línea, como tuve además ocasión de comprobar.  De hecho, gran parte de quienes estuvimos metidos en este lío hemos asumido en uno u otro momento a lo largo de nuestra vida profesional responsabilidades de dirección y mando en la enseñanza.  
A mí me interesa destacar aquí lo que las Escuelas de Verano tuvieron realmente de “escuela” para algunos de nosotros, más que su aspecto de plataforma o trampolín para la política activa. ¿Qué aprendimos en estas escuelas?  Muchas cosas. Cualquiera de los que participaron en proyectos aurorales de este tipo -pienso también, por ejemplo, en la puesta en marcha de las primeras Universidades Populares- sabe cuánto se aprende en la entrega y servicio a una tarea común y compartida más allá de los intereses particulares.
Para mí lo importante es lo que aprendimos, más que la influencia que pudimos tener en la política educativa.  No tengo nada claro que la pedagogía pueda renovarse sin que los protagonistas que la realizan en la práctica nos renovemos a nosotros mismos.  
Si algo he podido comprobar es esto que acabo de decir.  Pues los maestros y maestras que participaron de forma ejemplar en el programa de Educación Compensatoria en la provincia de Badajoz, que tuve la suerte de coordinar, procedían en gran parte de dos experiencias de aprendizaje en la práctica que tenían como elemento fundamental la selección de un grupo para trabajar en un proyecto común en comisión de servicio (y subrayo la idea de “servicio”): la Escuela de Verano y el colegio piloto “Guadiana” de Badajoz.  Al mantenimiento de esta característica esencial, se añadió una total libertad que permitía la creatividad compartida de las personas del grupo en reuniones periódicas de análisis, discusión y evaluación. Está mal que yo diga ahora que fue un éxito total, porque estas experiencias no constan en ninguna parte. Pero lo fue, y estoy seguro que influyó indirectamente luego en las aulas y escuelas que estos docentes tuvieron que regentar. Esto es para mí la manera de llevar a cabo una auténtica renovación pedagógica.  
Volviendo a la Escuela de Verano, un aspecto que me parece hoy importante era su estructura organizativa, no jerárquica ni burocrática. En esta estructura de grupo aprendimos que todos éramos necesarios y ninguno imprescindible y todo cuanto había que hacer lo hacíamos con nuestras propias manos y discutiéndolo con argumentos que salían de nuestras propias cabezas.  Así el camarada aprendía a mandar y a obedecer al camarada. A pesar de que Andrés Núñez, - el primer presidente de la asociación- con su humor característico, inteligente e incisivo, hiciera una clasificación de los organizadores en señoritos, machacas y oyevés, lo cierto es que, independientemente de que la puesta en escena de las actividades nos colocara en distintas funciones, todos ejercíamos en algún momento de señoritos, de machacas y oyevés

Recuerdo la expresión de uno de nosotros mientras descargábamos sudorosos un camión de mesas, sillas y utensilios de cocina que habíamos transportado desde el comedor de un colegio a Piornal para atender la amplia matriculación de aquel verano en la escuela: “Mira que hacer una carrera para esto...”, dijo con humor. Para colmo, en aquella edición, hubo entre los asistentes una epidemia de diarrea -física, no mental-. Figuraos la situación. En unas instalaciones acondicionadas para unas cuarenta personas, si mal no recuerdo, se habían metido más de setecientas, y encima cagándose las patas abajo. Ahora nos resulta extraño que no nos metieran en la cárcel a todos los de la organización. Pero es que era un momento muy especial, aquel interregno que se llamó “la transición” en el que no se sabía quién mandaba, pues los del régimen que se acababa iban recogiendo sus cosas y abandonando los despachos y los del nuevo régimen todavía no los habían ocupado. Una época de feliz e indocumentada libertad que en seguida se iría por los sumideros enrejados de “la sociedad administrada”. 

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