Educación y tradición (2)
Saber cómo se participa en una praxis argumentativa es una competencia que debe vincularse con un conocimiento que se nutra de las experiencias vitales de una comunidad moral
(JÜRGEN HABERMAS)
Como vengo diciendo, el problema no son los cambios, sino su sentido y su velocidad. Cambiar supone cambiar algo y, consecuentemente, cambiar-se en algo. Y esto, que afecta no sólo a nuestra salud, a nuestro equilibrio y buen vivir personal, sino también a todos, tiene sus riesgos. De ahí la necesidad de realizar los cambios con prudencia sabia y con paciencia comprensiva. Esta es la gran tarea pedagógica. Pretender cambiarlo todo mediante permanentes campañas de propaganda y operaciones legislativas de ingeniería social, ignorando la memoria de los pueblos y considerando a los sujetos del cambio como robots mecánicos, es atribuir a los jefes de gobierno de turno características de omnisciencia y omnipotencia que sólo pertenecen a los dioses. Por eso, son la conciencia formada de los individuos, su libertad y responsabilidad, y las instituciones y organizaciones civiles independientes de los gobiernos las que deben constituir el necesario equilibrio compensatorio para que, en una democracia de verdad, la entrega de una tradición se haga con las garantías que permitan la convivencia de todas y cada de las distintas memorias que la historia ha hecho confluir en la constitución viva de un pueblo. Y permitan también que los cambios necesarios se hagan desde la comprensión y aceptación de los mismos por una mayoría formada y educada, de individuos autónomos y libres, verdaderamente responsables de sus actos. Para que, como han dicho Adorno y Horkheimer, “la humanidad no se deje dominar, en lugar de por la espada, por el aparato gigantesco -[la Máquina]-, que al final vuelve una vez más a forjar la espada”.
Para que los cambios no sean impuestos se precisa una formación para el cambio. Una formación que exige partir siempre del reconocimiento general del continuum de nuestra tradición, nuestra memoria colectiva, sus aspectos obsoletos y aquellos que siguen vivos y vigentes, que en sus orígenes y principios tenían un carácter religioso y lo siguen y lo seguirán teniendo para mucha gente. Para otra gente, la lectura e interpretación de tales aspectos podrán tener un sentido secular o laico, pero no deberían tener nunca un sentido antirreligioso. Se miren como se miren, “La pasión según San Mateo” de Bach, “La Piedad” de Miguel Ángel, “La Divina Comedia” de Dante o “El Cántico Espiritual” de San Juan de la Cruz formarán, junto con la “Crítica de la Razón Pura” de Kant, “El Capital” de Marx y las obras de Nietzsche y Freud, siempre parte esencial de nuestra tradición. Las tablas del Sinaí, el Sermón del Monte y el grito de “liberté, egalité y fraternité” deben formar parte complementaria de un proceso de humanización irrenunciable. Y nadie podrá negar que tanto las antiguas manifestaciones religiosas, como las que más recientemente ha aportado la modernidad laica, hablan de experiencias antropológicas incuestionables compartidas por gran parte de la humanidad de todas las épocas y lugares. Desde ese general reconocimiento y desde las distintas lecturas de tales experiencias, se deberían adoptar unos criterios comunes que se constituyeran en puntos de orientación básica compartidos en nuestro presente. Junto a ello, es preciso también introducir los temas de la crítica y la búsqueda, no sólo frente a lo heredado –obligando a su permanente reinterpretación-, sino especialmente frente a los poderosos medios de persuasión que en la actualidad desarrolla La Máquina.
Desde esta perspectiva, la cuestión de la “religión” en la escuela está creo yo desenfocada, pues se reduce a una pelea entre laicos y religiosos por ocupar un espacio social en el que ejercer influencia e impartir doctrina. Todas las religiones presentan, en algún momento de su historia, periodos en los que los fanáticos ocupan el control. Si se enarbola la bandera del “laicismo” como si fuera una religión del Estado, como la que hubo en Roma o en la Alemania nazi, tenemos lo mismo: y se querrá desterrar de la vida pública a las religiones tradicionales, porque el fanático entiende que la suya, aunque sea antirreligiosa, es la única verdadera.
Los textos fundamentales que suponen la base de la civilización humana en todas las culturas -especialmente en la nuestra, una de las llamadas “religiones de libro”- tienen, por su larga historia, un carácter religioso. ¿Qué se puede hacer para que en las escuelas públicas no se imparta ninguna doctrina religiosa sin que haya que prescindir del tesoro de sabiduría y fundamento de nuestra cultura que suponen nuestros textos religiosos fundacionales, como es el caso de la Biblia? Se trata de textos, que leídos como requiere su carácter simbólico -la lectura literal que hacen fundamentalistas religiosos y antirreligiosos resultan a estas alturas ridículas- que nos proporcionan las bases de nuestra cultura y de nuestra humanización, que nos permiten entender mejor el mundo que hemos configurado como nuestra morada a lo largo de más de veinte siglos y nos permiten también conocernos y entendernos mejor a nosotros mismos, como hombres y mujeres, como proyecto en la evolución consciente de la vida y nuestro lugar y papel en ella, del que hoy estamos obligados a hacernos cargo si queremos tener futuro.
George Steiner llamó a las parábolas y milagros del evangelio “metáforas desplegables” y ciertamente lo son y siguen desplegándose, es decir, explicándose, interpretándose y desarrollándose en su mensaje plenamente humano. Si se confinan al custodio exclusivo de una curia religiosa y a su función de catequesis, se corre el peligro de sean letra muerta de una doctrina; o, sencillamente, que se hurte su lectura a los hombres y mujeres que no están adscritos a ciertas prácticas religiosas; una lectura que es fundamental para nuestra formación como seres humanos. Resulta chocante que consideremos positivo el manejo, muchas veces de manera cuando menos ligera, de los textos fundamentales de otras culturas -especialmente las orientales -, lejanas y en realidad desconocidas por falta de vivencia personal y social en el interior de las mismas, y, en cambio, despreciemos absurdamente, en nombre de una especie de ilustración convertida en ideología de masas, en creencia de una nueva religión antirreligiosa, los tesoros propios de nuestra tradición.
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