LIV
Miradas sobre el mundo (2)
Al seleccionar un texto para leerlo, seleccionamos algo que ya ha sido a su vez seleccionado previamente por la mirada del autor: la mirada del artista escritor se ha posado sobre el mundo y nos dice con palabras bien elegidas cómo se lo representa y cuál ha sido su experiencia vivida. Pero, ¿no es subjetiva esta mirada? ¿No lo es acaso toda mirada?
El mundo como tal, como realidad dada en la que vivimos como humanos, se nos manifiesta como lenguaje, como un edificio textual. Un lenguaje que, a diferencia de los números, no es sólo una herramienta que usamos para operar sobre el medio, sino un medio o envoltorio por el cual el mundo se hace mundo para nosotros. Ser humano es ser algo más que pura naturaleza. No nacemos y crecemos en un entorno o medio en el que hay que vivir y sobrevivir, sino en un mundo, un cosmos articulado, ordenado en virtud de las palabras, en una tradición cultural que se anticipa en nuestro vivir como horizonte de sentido y que exige, más allá de la mera supervivencia, comprenderlo, comprender a los otros y comprendernos a nosotros mismos. No es que veamos el mundo a través de las lentes del lenguaje, como un instrumento más que potencia nuestros dones naturales, sino que leemos el texto del mundo.
Hoy sabemos, además, no por la filosofía o la literatura, sino por la física y la biología, que nuestra relación material con el mundo es también una suerte de lectura, un acoplamiento dinámico y dialéctico entre el sujeto que conoce y el objeto conocido que, en realidad no existen como tales, pues son inseparables y se autorrefieren uno al otro en una historia que ocurre en un contexto cultural determinado. No se trata sólo, por tanto, de la lectura de los discursos que pronunciamos acerca de nuestra comprensión del mundo y que constituyen nuestra cultura, de la lectura de los símbolos con los que formulamos las escrituras de nuestro edificio cultural; hablamos de la relación inmediata de nuestros órganos sensibles con la realidad que nos rodea: nuestros sentidos no oyen, no tocan, no gustan, no ven, no huelen el mundo tal como decimos en el lenguaje usual, sino que lo leen.
Si se le pide a un niño que dibuje un dado –un cubo- lo hará sin tener en cuenta la perspectiva, es decir, copiando sólo aquello que ve, o sea, desde una perspectiva simple e ingenua. Esta objetividad ingenua es también muchas veces la misma que el adulto ejerce sobre la realidad concreta de cada día desde sus posiciones perceptivas o desde sus prejuicios. Si tal niño no se forma en la práctica de entender lo que ve, es decir, en el arte de mirar las cosas para entenderlas y no sólo en el arte de manejar el lápiz para dibujar o representar esa realidad que ve, seguirá dibujando el dado igual a los treinta que a los cuarenta años: sin perspectiva. Es necesario formar la mirada lectora en la flexibilidad de las perspectivas si queremos mirar el mundo con cierta madurez y realismo.
Lo cierto es que del mundo se hacen lecturas diversas y desde distintas perspectivas que se confunden unas con las otras en virtud de las posibilidades casi mágicas que ofrecen las palabras. El que sabe manejar las palabras es como un prestidigitador a la hora de su representación y puesta en escena, que ofrece a su público un mundo trucado.
Curiosamente, la perspectiva que ofrece el método científico no consiste en un simple añadir o sumar los datos, la información que nos proporcionan nuestros sentidos de manea inmediata, sino más bien en restarlos, es decir, en seleccionar de manera racional y consciente, un punto de vista determinado. Se podría decir que la madurez del ser humano, su educación y formación, consisten básicamente en la adopción consciente de una perspectiva más acorde con la clase de realidad que enfrenta. Una perspectiva mediante la cual la razón, la parte no sensible de nuestra representación del mundo, corrige el prejuicio de la visión ingenua del mismo, de la visión directa del dado que hay que dibujar en nuestra mente.
Añadamos que una manera habitual de corregir la perspectiva particular para hacerla más adecuada a la realidad, además del método científico que empleamos con los objetos -el mundo en perspectiva de 3ª persona-, es cotejar las distintas representaciones –los diversos dibujos del dado- hechas desde otras perspectivas o miradas, con la cual enfatizamos el hecho de que el fundamento de verdad o veracidad sobre nuestra idea de las cosas se basa en gran parte en la discusión y el acuerdo subsiguiente que puede adoptarse entre las distintas miradas, aunque no sólo en esto, pues está la cuestión previa de la mirada de los que discuten. El mundo no solamente es leído, sino que es también conversado: en perspectiva de 2ª persona del plural: nosotros.
Formar la mirada lectora y aprender a discutir lo leído son, pues, dos condicionantes esenciales que configuran nuestros criterios de veracidad, aunque la verdad sea más que esto y no dependa de quien la diga, sea el mismísimo Agamenón o sea su porquero. Y puesto que nuestro trato con la realidad no se hace de modo directo, sino a través de herramientas intermediarias, empezando por la primera de ellas que es la base de todas, el lenguaje, cobrará una importancia extraordinaria el manejo de esas herramientas, tanto en lo que se refiere a su eficacia como a su aplicación oportuna. El lenguaje está en la base de nuestras perspectivas, condicionando los conceptos y las formas con las que captamos la realidad, puesto que no vemos el mundo, sino que lo leemos, como venimos repitiendo. Y está también en la base de las discusiones y de los acuerdos, de los usos culturales: nos comunicamos unos con los otros en el presente, con el pasado y con el futuro, mediante instrumentos lingüísticos, simbólicos, semióticos, cuyos significados y contenidos han sido previamente acordados y están sometidos a permanente discusión, pues no siempre suele haber acuerdo. El lenguaje no es un simple instrumento; las palabras forman discursos y los discursos no son una mera copia de la realidad, sino una interpretación cargada de intencionalidad, constituyen una determinada lectura del mundo. De ahí la importancia fundamental que tienen las palabras y cómo las manejamos, tal como nos han venido advirtiendo siempre nuestros sabios.
El mundo como tal, como realidad dada en la que vivimos como humanos, se nos manifiesta como lenguaje, como un edificio textual. Un lenguaje que, a diferencia de los números, no es sólo una herramienta que usamos para operar sobre el medio, sino un medio o envoltorio por el cual el mundo se hace mundo para nosotros. Ser humano es ser algo más que pura naturaleza. No nacemos y crecemos en un entorno o medio en el que hay que vivir y sobrevivir, sino en un mundo, un cosmos articulado, ordenado en virtud de las palabras, en una tradición cultural que se anticipa en nuestro vivir como horizonte de sentido y que exige, más allá de la mera supervivencia, comprenderlo, comprender a los otros y comprendernos a nosotros mismos. No es que veamos el mundo a través de las lentes del lenguaje, como un instrumento más que potencia nuestros dones naturales, sino que leemos el texto del mundo.
Hoy sabemos, además, no por la filosofía o la literatura, sino por la física y la biología, que nuestra relación material con el mundo es también una suerte de lectura, un acoplamiento dinámico y dialéctico entre el sujeto que conoce y el objeto conocido que, en realidad no existen como tales, pues son inseparables y se autorrefieren uno al otro en una historia que ocurre en un contexto cultural determinado. No se trata sólo, por tanto, de la lectura de los discursos que pronunciamos acerca de nuestra comprensión del mundo y que constituyen nuestra cultura, de la lectura de los símbolos con los que formulamos las escrituras de nuestro edificio cultural; hablamos de la relación inmediata de nuestros órganos sensibles con la realidad que nos rodea: nuestros sentidos no oyen, no tocan, no gustan, no ven, no huelen el mundo tal como decimos en el lenguaje usual, sino que lo leen.
Si se le pide a un niño que dibuje un dado –un cubo- lo hará sin tener en cuenta la perspectiva, es decir, copiando sólo aquello que ve, o sea, desde una perspectiva simple e ingenua. Esta objetividad ingenua es también muchas veces la misma que el adulto ejerce sobre la realidad concreta de cada día desde sus posiciones perceptivas o desde sus prejuicios. Si tal niño no se forma en la práctica de entender lo que ve, es decir, en el arte de mirar las cosas para entenderlas y no sólo en el arte de manejar el lápiz para dibujar o representar esa realidad que ve, seguirá dibujando el dado igual a los treinta que a los cuarenta años: sin perspectiva. Es necesario formar la mirada lectora en la flexibilidad de las perspectivas si queremos mirar el mundo con cierta madurez y realismo.
Lo cierto es que del mundo se hacen lecturas diversas y desde distintas perspectivas que se confunden unas con las otras en virtud de las posibilidades casi mágicas que ofrecen las palabras. El que sabe manejar las palabras es como un prestidigitador a la hora de su representación y puesta en escena, que ofrece a su público un mundo trucado.
Curiosamente, la perspectiva que ofrece el método científico no consiste en un simple añadir o sumar los datos, la información que nos proporcionan nuestros sentidos de manea inmediata, sino más bien en restarlos, es decir, en seleccionar de manera racional y consciente, un punto de vista determinado. Se podría decir que la madurez del ser humano, su educación y formación, consisten básicamente en la adopción consciente de una perspectiva más acorde con la clase de realidad que enfrenta. Una perspectiva mediante la cual la razón, la parte no sensible de nuestra representación del mundo, corrige el prejuicio de la visión ingenua del mismo, de la visión directa del dado que hay que dibujar en nuestra mente.
Añadamos que una manera habitual de corregir la perspectiva particular para hacerla más adecuada a la realidad, además del método científico que empleamos con los objetos -el mundo en perspectiva de 3ª persona-, es cotejar las distintas representaciones –los diversos dibujos del dado- hechas desde otras perspectivas o miradas, con la cual enfatizamos el hecho de que el fundamento de verdad o veracidad sobre nuestra idea de las cosas se basa en gran parte en la discusión y el acuerdo subsiguiente que puede adoptarse entre las distintas miradas, aunque no sólo en esto, pues está la cuestión previa de la mirada de los que discuten. El mundo no solamente es leído, sino que es también conversado: en perspectiva de 2ª persona del plural: nosotros.
Formar la mirada lectora y aprender a discutir lo leído son, pues, dos condicionantes esenciales que configuran nuestros criterios de veracidad, aunque la verdad sea más que esto y no dependa de quien la diga, sea el mismísimo Agamenón o sea su porquero. Y puesto que nuestro trato con la realidad no se hace de modo directo, sino a través de herramientas intermediarias, empezando por la primera de ellas que es la base de todas, el lenguaje, cobrará una importancia extraordinaria el manejo de esas herramientas, tanto en lo que se refiere a su eficacia como a su aplicación oportuna. El lenguaje está en la base de nuestras perspectivas, condicionando los conceptos y las formas con las que captamos la realidad, puesto que no vemos el mundo, sino que lo leemos, como venimos repitiendo. Y está también en la base de las discusiones y de los acuerdos, de los usos culturales: nos comunicamos unos con los otros en el presente, con el pasado y con el futuro, mediante instrumentos lingüísticos, simbólicos, semióticos, cuyos significados y contenidos han sido previamente acordados y están sometidos a permanente discusión, pues no siempre suele haber acuerdo. El lenguaje no es un simple instrumento; las palabras forman discursos y los discursos no son una mera copia de la realidad, sino una interpretación cargada de intencionalidad, constituyen una determinada lectura del mundo. De ahí la importancia fundamental que tienen las palabras y cómo las manejamos, tal como nos han venido advirtiendo siempre nuestros sabios.
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