Miradas sobre el mundo (1)
Da minha aldeia vejo quanto da terra se pode ver no universo...
(FERNANDO PESSOA)
El artista, que en su capacidad intuitiva lee el mundo como totalidad desde la perspectiva de una primera persona -no es un científico que debe aplicar el método de las ciencias (3ª persona) ni un político que debe compartir su lectura con la opinión de otros en la polis (2ª persona)- es como un médico que, además de ojo clínico, tiene vocación de servicio. Practica esa obra de misericordia que es visitar al enfermo. Su mirada es la del médico generalista, una mirada com-prometida de persona a persona, que mira al que mira. No es la mirada del especialista, que hace una lectura no sólo parcial del mundo que le toca curar -cuidar-, sino una lectura abstracta que mira enfermedades y no enfermos. Los instrumentos de percepción que sirven de ayuda a sus sentidos y su mente en compacta unidad corporizada son los típicos del médico de cabecera, que no tiene horario profesional, sino disponibilidad de servicio vocacional, de llamada: el estetoscopio que ausculta la respiración, para lo que precisa tener buen oído, saber oír; la mano que coge el pulso, el latido, y establece con tacto el contacto; el visor por el que mira el ojo que lo mira, el iris del enfermo, y sabe, con buen ojo, leerlo; la observación de la lengua, órgano del gusto, si está limpia o está sucia, pues por la boca salen la gloria y la inmundicia humanas. Y el olfato.
Sobre el olfato puedo contar una experiencia vivida en carne propia. Mi mujer y yo cogimos unas tifoideas que fueron tratadas al principio como gripe con antibióticos: en urgencias aplicaron el consabido protocolo que tuvieran establecido para el caso estadístico. Las fiebres no remitían y nos hicieron -otra vez el protocolo- los análisis de sangre correspondiente. Nada; los antibióticos tapaban la presencia de la salmonella typhi. Teníamos una vecina que entraba a vernos todos los días y nos ayudaba a cambiar las sábanas empapadas del sudor de la fiebre. Cada vez que las cambiaba, decía: “a mi este sudor me recuerda el olor de las tifoideas; en mi casa las tuvimos mi hermana y yo”. Al final nos tuvieron que hospitalizar - y digo “al final” porque ya casi habíamos pasado todo el proceso infeccioso- y, efectivamente, después de muchas pruebas, eran tifoideas.
Así pues, no sólo ojo clínico, sino también olfato, buen gusto estético, saber escuchar -aubdire, obedecer a la realidad que se escucha- y mucho y delicado tacto. En suma, sensibilidad. Es lo que tienen los artistas, que son los que verdaderamente tratan con la realidad humana.
Si algún médico está leyendo esto, pensará: ¿y este quién es para darnos lecciones? Y tendrá razón al hacerse esta pregunta cargada de reproche. Pero debe entender que lo que aquí se hace es un procedimiento retórico que tiene como base un viejo refrán recogido por el Marqués de Santillana: “A vos lo digo, mi nuera; entendedlo vos, mi suegra”. Es decir: que en realidad me lo estoy diciendo a mí mismo, pues entiendo que la medicina y la pedagogía tienen un fondo común que olvidamos a veces tanto los médicos como los profesores: que somos personas concretas de carne y hueso que atienden a personas concretas de carne y hueso.
Por eso yo propongo, en el caso de mi oficio, el de educador, que nos responsabilicemos, -y para ello se precisa, en primer lugar, que los mandos nos dejen libertad de ejercicio de la profesión, y en segundo lugar, que pacientes y alumnos nos den su confianza para ejercerla desde el inicio mismo de la configuración de los protocolos de actuación, que en el caso de la enseñanza se llaman “currículos”.
Entiendo que el profesor debe hacerse cargo del currículo y configurárselo a su medida y estilo. Por ejemplo, partiendo de la selección de un texto representativo de nuestra tradición cultural, que es lo que hemos de entregar a los alumnos y ellos deben recibir con buena voluntad leyendo y releyendo el texto para comprenderlo y así comprender la tradición en la que viven.
Y los textos más representativos de nuestra memoria cultural son los clásicos de nuestra literatura. Son los textos canónicos que sostienen el edificio de nuestra tradición. En esta perspectiva literaria -y desde esta concepción de la literatura como memoria en la que se inscribe nuestra progresiva humanización que, como ya se ha dicho, es, como nuestra memoria personal, intususceptiva y no sustitutiva-, se inscriben los textos que cada cultura considera sagrados, como la Biblia en nuestro caso. Así entendidos -y bien entendidos- ninguna opción ideológica o religiosa debería preterirlos y renunciar a los tesoros que encierran y que siempre hay que estar descubriendo. En esta permanente tarea de redescubrimiento o relectura en donde nos reconocemos como humanos en el paso continuo de las generaciones por el mundo.
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