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Miradas sobre el mundo (3)
Hacemos lecturas muy distintas del mundo, como realidad empalabrada y apalabrada, y nuestro lugar en él según la posición y la perspectiva cultural desde la cual nos situamos, posición y perspectivas de las que no podemos prescindir para entenderlo y entendernos, pues forman parte de nuestra condición natural de homo parlante, de manera que nos situamos ante la realidad como frente a un espejo borroso que nos devuelve una figura que hemos de interpretar dándole forma.
Por eso no se puede olvidar al sujeto de la mirada, en el que confluyen las perspectivas: la del ser humano concreto que ve el mundo y actúa sobre él, pues no ven el mundo las instituciones, ni las sociedades, ni las naciones, ni ese ente de razón que ahora llaman “la ciudadanía”, sino en todo caso los ciudadanos concretos, los individuos de carne y hueso, con su yo y sus circunstancias. Desde el interior del ser humano, su conciencia más íntima, aquella a la que no tienen acceso los condicionantes sociales inmediatos, nos hacemos preguntas que van más allá de las cosas y las palabras con las que las nombramos y conversamos. Esta perspectiva que mira hacia dentro de uno mismo no podemos ignorarla o eliminarla de nuestra percepción de la realidad, pues entonces la realidad quedará coja; no veremos su lado cóncavo, su revés, que también lo tiene.
La literatura, en su sentido profundo, constituye el conjunto de discursos que miran el mundo desde la perspectiva de la 1ª persona.
En la obra literaria adquiere consistencia objetiva la intuición del escritor poeta, novelista o dramaturgo (A Schöckel, 246). El texto artístico, literario, como expresión de una perspectiva que mira el mundo desde la primera persona, en tanto muestra de la obra literaria de un autor, manifiesta su intencionalidad de expresar su lectura del mundo, su diagnóstico. Dicha intencionalidad, si la obra es buena, representa la intencionalidad de todo un pueblo o una época, que el autor ha sabido captar y expresar. Todo esto constituye el hecho de “lo literario” en su sentido más profundo y que el texto pone de manifiesto. Todo lo demás -datos biográficos del autor, historia de la época, sociología del receptor, movimientos o escuelas literarias, ideología, etc.-, como dice también Schöckel (245) interesan en tanto se ponen al servicio de la comprensión del texto, de la obra.
Mediante el texto que ha sido seleccionado -como referente y criterio- por una comunidad y, generación tras generación, ha pervivido a lo largo del tiempo como tal, un hecho histórico, fáctico, se convierte en un diagnóstico y un oráculo a la vez, es rememoración y conmemoración --recuerdo vivo, actualización- y señal para el camino que está por delante. Esto es especialmente cierto para los textos fundacionales -algunos son considerados sagrados (A. Schöckel, 238)-; pero también puede aplicarse a los textos profanos de la literatura que en nuestra cultura llamamos “clásicos”.
Esta clase de textos literarios son distintos, en relación con la historia, a las crónicas con las que el poder -reyes, sátrapas, emperadores, leyes, noticias, memorias de los líderes políticos...- ha ido dejando constancia, siempre a su favor, de los hechos considerados “históricos” por el propio poder. Para la historia con mayúsculas es siempre el poder, con diversas apariencias, el encargado de seleccionar los hechos -como cualquier agencia de noticias- y de transcribirlos -como cualquier consejo de redacción periodística-. Hoy la información sobre “lo fáctico” y “lo histórico”, además de superabundante, es dispersa y controvertida, como corresponde a nuestras sociedades abiertas, plurales y democráticas. Así, toda noticia es una “mala noticia”, como decía Vázquez Montalbán citando a Jacques Fauvet, que fue director del “Le Monde” parisino. Y ello pesa necesariamente en el pesimismo con que nuestra mirada realiza hoy la lectura del mundo. La realidad histórica queda así mediatizada, ab initio, en las propias fuentes que sirven de base a la construcción de la “ciencia histórica” y la tiñe de un evidente reducionismo. Ni las fotos -que en principio parecerían referencias más objetivas, menos sometidas a la retórica de la redacción de titulares- están hoy libres de manipulación, gracias a la fotografía digital: no sólo el objetivo de la cámara es subjetivo, porque al fin y al cabo la maneja un sujeto y enfoca lo que quiere y como quiere, sino porque en el laboratorio fotográfico el revelado puede ser sometido en el ordenador a una reescritura interesada de la realidad captada, que obligaría a poner a pie de foto lo que se pone al comienzo de las obras de ficción: “cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia”.
Por eso digo que para mí son más fidedignas como fuentes de información histórica -y también sociológica y psicológica, como supo entender el mismísimo Freud- las obras literarias de ficción -si son de calidad en todos los sentidos, epistemológico, ético y estético- que aquellas reconocidas como tales por la hitoriografía, entre ellas los documentos escritos y audivisuales del periodismo. Creo que en un próximo futuro se sabrá con más certeza lo ocurrido en estas décadas del primer régimen de monarquía parlamentaria y democrática de la historia de España leyendo la serie de novelas políticas escritas por Rafael Chirbes -como actuales “Episodios Nacionales” a la altura de los de Galdós- que estudiando los libros de historia -no digamos si están editados bajo los auspicios de las distintas consejerías de Educación y Cultura de algunas de nuestras “Autonomías”-.
Y es que el artista, siendo nada más que un yo que mira el mundo desde la perspectiva de su subjetividad, en primera persona, si lo es de verdad, tiene el privilegio de contemplarlo con la objetividad de la omnisciencia de un dios, por la gracia que le ha sido otorgada.
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