21/6/14

LIX.- Educación y tradición (3)

Educación y tradición (3)
  


Hoy, en el fondo de la crisis educativa que padecemos -que es mucho más que económica- , está la ruptura de esa entrega de nuestra tradición, la ruptura con la tradición cultural en la que unas generaciones han crecido y se han formado. No sólo la ruptura, está su negación; la demolición progresiva del edificio donde han convivido y crecido tantas generaciones; sobre cuyos escombros se pretende erigir precipitadamente un edificio transformado en una nueva Babel. Nuestra casa es hoy una Babel, en permanente reconstrucción inacabada, y sus escrituras se presentan como un galimatías de palabras en distintas lenguas y con distintos significados. Palabras convertidas en monedas de cambio, sometidas a la inflación, la devaluación, el falseamiento, el desfalco y el robo.
Esto no es nuevo, pues el hombre, independientemente de sus conquistas técnicas, de la acumulación de herramientas, sigue siendo en el fondo el mismo, como nos dicen, a su manera, los antiguos mitos, como el de la Torre de Babel. La descolocación y degeneración hoy de las nobles palabras, puestas al servicio del poder, el mercado y la propaganda, han convertido nuestra sociedad en una nueva Babel en la que el empalabramiento y apalabramiento del mundo se vuelven cada día más difíciles.
El mito de la Torre de Babel es una historia extraña que, como otras historias bíblicas, tiene muy poco sentido si es interpretada al pie de la letra. El lenguaje de la Biblia es simbólico y, por tanto, exige una lectura e interpretación simbólicas. No voy a detenerme mucho en esa interpretación. Sólo esbozaré las siguientes notas: en el argumento del mito hay una degradación, se baja a una llanura. Se cambia algo natural, sólido y perdurable, la piedra, por algo artificial y más frágil, el ladrillo. Se parte de una unidad y se va a la dispersión. En vez de usar la mezcla, que fragua, solidifica y une, se usa el alquitrán, que se derrite y se vuelve líquido con facilidad -la sociedad líquida de Bauman-. Hay una actitud de soberbia, una hybris: se quiere ser como Dios, llegar al cielo. Y hay, consecuentemente, un castigo por esa hybris, que consiste en confundir las lenguas, en la incomunicación y la obsolescencia de los valores y los significados, que lleva a la postre a desbaratar los planes de los hombres ensoberbecidos.
Lo que nos dice el mito de Babel no es una advertencia exclusiva de nuestra tradición, pues el ser humano es el mismo en todas partes y comete los mismos errores una y otra vez. Así, también Confucio, el gran sabio chino, hace ya también algunos siglos nos advertía sobre lo mismo al hablar de las palabras: 
Cuando las palabras no son correctas, entonces lo que dicen no es lo que se piensa; y los asuntos no se llevan a cabo como conviene. No llevando bien a cabo los asuntos, entonces no dan fruto la moral ni el arte. Cuando la moral y el arte no dan fruto, entonces la justicia no cumple su misión. Cuando la justicia no cumple su misión, entonces el pueblo no sabe dónde ha de poner ni los pies ni las manos. Por tanto: no permitas ninguna arbitrariedad con las palabras.
Tanto el relato bíblico como la cita de Confucio nos alerta sobre las consecuencias de esa bobalicona complacencia en ocultar la realidad a base de un uso del lenguaje torcido y engañoso que, como el prestidigitador, nos hace ver conejos y palomas saliendo de oscuras chisteras. Tenemos que empezar, si queremos ser honestos con la verdad y con la realidad, por llamar a las cosas por su nombre sin ninguna clase de prejuicios ni intereses espurios. Tal vez a partir de esta clarificación con las palabras podamos empezar a enmendar los asuntos y llevarlos a cabo como es debido, pues sólo desde esta clarificación puede realizarse un verdadero diálogo con la realidad, con los otros y con uno mismo. Y sólo desde ese diálogo con esa realidad que señalan las tres personas gramaticales –yo, tú, él- se puede realmente educar.
Este es el síntoma principal de la confusión hoy reinante: la descolocación interesada de las grandes palabras y la consecuente degradación de sus significados. Nunca como hoy se han oído tantos discursos en donde aparecen las más hermosas palabras que ha recogido, no sin sudor y sangre, la historia de la humanidad, referidas a las grandes ideas que los seres humanos han ido conquistando con un largo sufrimiento: amor, bondad, verdad, libertad, igualdad, fraternidad, belleza, justicia… El gran engaño está en que dichas palabras se han ido colocando en lugares que no son los suyos; lugares abstractos del poder ajeno que reclaman para su realización el concurso siempre de otro y que nos ofrecen, a cambio de la falsa mercancía, la liberación de la responsabilidad personal de su realización. Esta arbitrariedad con las palabras es la que debe ser combatida en primer lugar para que puedan realizarse las grandes ideas y no sus espurios simulacros. Ya lo dijeron también Adorno y Horkheimer: 
Si la opinión pública ha alcanzado un estadio en el que inevitablemente el pensamiento degenera en mercancía y el lenguaje en elogio de la misma, el intento de identificar semejante depravación debe negarse a obedecer las exigencias lingüísticas e ideológicas vigentes, antes de que sus consecuencias históricas universales lo hagan del todo imposible.

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