21/3/14

XXXIII) La propiedad, la expropiación, lo propio y lo apropiado


Dichosos los que eligen ser pobres, 
porque ellos tienen a Dios por Rey
(MATEO, 5, 3)


Entre lo que hay de poso cristiano y lo que se ha añadido de catecismo marxista en nuestra cultura, lo cierto es que ha calado en la mayoría la idea de que toda propiedad es un robo. Tanto, que no sólo sirve para engalanar de buena conciencia a los que no tienen propiedad, sino que los propietarios tienen mala conciencia de serlo. Quizá esto último se deba a que no se ha traducido nunca bien del todo el Sermón del Monte del Evangelio; y yo no soy quién para pronunciarme en este sentido. Pero me consta que, por ejemplo, una de sus máximas o “bienaventuranzas” -la que abre como cita este post- bien puede entenderse como referida a los pobres pobres, materialmente pobres, o bien a una pobreza entendida como desapego de la riqueza, es decir, a la pobreza como una opción de vida, una elección libre. 
Pero aunque permanecen las ideas, la historia va cambiando las cosas y la percepción que tenemos de las cosas; pues si es cierto que no sólo de pan vive el hombre, no es menos cierto que tampoco puede vivir sólo de ideas. El marxismo, una flor de invernadero sembrada sobre el humus del cristianismo, ahora no es más que una flor de plástico perfumado en casa propia. Por eso no nos puede extrañar que nos resulte chocante -como el ridículo anacrónico de alguien, que tomándoselo en serio, va con levita  y peluca empolvada a un concierto de rock- que Hugo Chaves, un militar golpista, saliera en la tele diciendo aquello de “¡Exprópiese!” o que unos curas hablen de religión con términos procedentes del materialismo dialéctico y de la lucha de clases, en ese híbrido llamado “Teología de la liberación”.
Entretanto, lo que la historia nos ha enseñado, entre otras, son estas dos lecciones: una, que la expropiación no soluciona el problema de la propiedad, sino simplemente la hace cambiar de mano; y otra, que los nuevos propietarios dedican una gran parte de las rentas de lo apropiado a fabricar armas para combatir a sus hermanos proletarios que viven en otras propiedades. Cuando se expropia en nombre del Estado, el que sale ganando es el que parte y reparte -el Partido, el único-, que se queda con la mejor parte. 
Que la propiedad es un robo presupone la denuncia de una injusticia. Y la denuncia de una injusticia supone una toma de conciencia de quienes sufren la injusticia. Y esta toma de conciencia, sobre todo si es estructural y afecta a todo un colectivo al que se otorga cierto carácter universal -por ejemplo, el proletariado- proporciona una fuerza, una energía que puede servir para cambiar la historia y remediar la injusticia. O también puede llevarnos al mismísimo infierno. Tanto Adolfo Hitler como José Stalin usaron esa fuerza, basada en la injusticia cometida contra el pueblo alemán, convertido en proletariado nacionalista, y el pueblo ruso, convertido en nación proletaria. 
El anacronismo al que antes nos referíamos tiene que ver con el nuevo panorama del mundo mundial globalizado. El proletariado como clase, especialmente en virtud de la caída del muro de Berlín, ha perdido su carácter universal y su fuerza liberadora. La injusticia no se señala hoy, porque no se puede, como algo histórico, de carácter estructural, sino que se ha ido disgregando en distintos grupos, calificados como marginales o marginados, cada uno con su etiqueta particular de marginación, lo que da lugar a una enorme confusión y profusión de injusticias. Por ejemplo, la mujer: ¿hay que meter en el mismo saco, envoltorio o etiqueta a la reina del Reino Unido de Gran Bretaña y las hermanas Koplovitz junto con la cajera del supermercado de la esquina y la que lleva un burka tapándole el rostro? ¿Y qué decir de la defensa de los nacionalismos emergentes por parte de grupos de izquierda? ¿Definen injusticias determinadas los territorios en donde se nace y consecuentemente distintas clases de proletariado adscritas a distintas geografías? 
Todo se ha relativizado hoy; y el concepto de propiedad también. Nosotros, para aclararnos, echamos manos de la posición que han adoptado, en su decir y en su ejemplo, algunos sabios de nuestra tradición greco-cristiano-ilustrada -al fin y al cabo, el concepto de propiedad como otros conceptos, los hemos heredado de esa tradición-. Por ejemplo, la máxima del Sermón del Monte ya citada, en una traducción que nos parece adecuada a los tiempos que corren: “Dichosos los que eligen ser pobres” [...] O aquello que se atribuye a uno de los siete sabios de Grecia, Bías de Priene: “Todas mis cosas las llevo conmigo”. O a Sócrates: “Yo necesito muy pocas cosas y las que necesito las necesito muy poco”. O este proverbio indio: “Uno posee sólo aquello que pueda conservar en un naufragio”. Pero, ¿no somos hoy todos náufragos futuros en riesgo de perderlo todo? ¿No viajamos en el Titanic? ¿No vivimos bajo la amenaza permanente de un incendio? Hace ya años escuché decir de viva voz,  a un poeta muy famoso con gran escándalo por mi parte y otro par de amigos que lo acompañábamos paseando, que prefería que se le muriera la mujer a que se le incendiara su biblioteca. No diré su nombre, pues ya murió; es decir, se le incendió su biblioteca y se quedó sin mujer.
Y volviendo al Evangelio -siempre estamos volviendo a él-, el milagro de los panes y los peces no consistió en la expropiación forzosa de la talega con comida que los seguidores de Jesús llevaban en la romería. “¿Tú qué tienes?”, iban preguntando Jesús y sus discípulos a la gente, ¿”y tú”?, ¿”y tú”? Compartieron lo que cada uno tenía y ocurrió el milagro.  
El concepto de propiedad es relativo y lo apropiado no es la expropiación y luego el reparto, sino compartir lo propio, es decir, lo que es necesario, con todos aquellos que tienen la misma necesidad.
Lo que cada uno necesita, que varía en matices con lo que cada uno es, es lo propio. Lo propio puede ser o no lo apropiado. Lo podríamos llamar “patria”, si nos atenemos a lo que decía Rilke sobre ella: aquello que uno guarda en su corazón y siempre lleva consigo, desde la apropiación que hizo en su infancia: un modo de hablar y de sentir, unos olores y sabores, una sensibilidad para desarrollar cierto gusto y cierto tacto con las cosas y las personas, un paisaje, exterior e interior -lo de dentro es lo de fuera-, unos vínculos afectivos... Quizá sea esta patria el “reino de los cielos” del que habla el Evangelio y del que afirma que está dentro de cada uno. Y aquí vuelve a aparecer la cuestión de la propiedad; porque a este cielo no se puede entrar cargado como un camello o un burro, pues su puerta es estrecha como el ojo de una aguja.  



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