7/3/14

XXVIII.- Cumpleaños

Cumpleaños

Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal.
(SAN FRANCISCO DE ASíS)

En estos primeros días de marzo es mi cumpleaños. Doble cumpleaños, pues la fecha que cuenta en el registro civil no es la misma que me aseguraba mi madre como la verdadera. En mi familia fueron siempre bastante descuidados para estas cosas del censo y la burocracia. En cualquier caso, uno recibe las consabidas felicitaciones de familiares y amigos, siempre bienvenidas, que en esta ocasión -son muchos años ya- me suscitan graves reflexiones.
Por estas mismas fechas aparece la noticia de que la prolongación de la esperanza de vida, la media estadística que a todos nos incluye y a ninguno nos afecta, se ha estancado en el crecimiento que venía experimentado en los últimos años. A mí se me ocurren dos razones o causas: una, que la salud de la mujer -que era la que ampliaba la edad media de mortandad- empieza a resentirse de su incorporación al mercado y la explotación que conlleva -pues no todas las mujeres pueden ser ministras, consejeras o diputadas de acuerdo con las cuotas consabidas-; y otra, que decrecen los motivos para seguir viviendo, pues ya no sólo falta la fe religiosa, sino también la fe en los proyectos laicos -una cosa acaba más tarde o más temprano en la otra-; es decir, faltan los motivos espirituales para mantener viva nuestra carne. Ya sabemos que la carne tiene también sus motivos, que son insaciables, pero se cansa; y a partir de ciertas edades, la carne pierde irremediablemente, por las buenas o por las malas, sus ínfulas juveniles. 
Llega un momento en que los años dejan de sumarse y empiezan a sustraerse. En vez de contarlos, se descuentan. No se piensa que se cumplen más años de vida, sino que faltan menos para que la vida de uno se cumpla. En realidad, ambas formas de verlo son ciertas, pues lo que se va perdiendo en biología se va ganando en biografía. La cuestión está en el cumplimiento, en el sentido que usa esta palabra Marcel Legaut -l’accomplissement humain, devenir soi-; es decir, si durante el tiempo que va pasando por ti, tú vas haciendo lo que tienes que hacer y vas siendo lo que tienes que llegar a ser. Si vas respondiendo a las llamadas y al cumplimiento de la misión, cada uno la suya. 
Entremedio de estas dudas me ha venido a la memoria un cuento tradicional sobre la muerte que, en una de sus versiones -se pueden encontrar versiones distintas en prácticamente todas las épocas y culturas-, habla de una viejecita viuda a la que visita la muerte cuando estaba haciendo las faenas de la casa. La anciana le dice a la muerte que no puede acompañarla porque tiene que terminar sus tareas. La muerte vuelve una y otra vez y siempre la viejecita encuentra su disculpa para no irse todavía con ella en las tareas de servicio que tiene pendientes con la casa, con los hijos, con los nietos o con los prójimos. Un día, siendo ya muy mayor, se sintió de pronto cansada y pensó que era buen momento para que viniera la señora muerte. “¿Me llevarás al cielo?”, le preguntó a la muerte cuando vino. Y la muerte le contestó: “Pero mujer, ¿dónde crees que has estado todo este tiempo”.
Yo espero que la hermana muerte tenga en cuenta con todos nosotros circunstancias parecidas. Por mi parte, aunque ya hace algunos años que me jubilé del empleo que tenía, trabajo no me falta. Me queda mucho por hacer, y confío en que sea lo mío propio y a los demás sirva, como el trabajo de la viejecita. 
Volviendo a la circunstancia de este privilegio mío de haber vivido al menos unos cuantos días fuera del control de nuestra “sociedad administrada” -como la llamaron Horkheimer y Adorno en un libro publicado precisamente el mismo año que yo nací-, esta circunstancia me ha inspirado el siguiente soneto, urdido a la sombra de otro soneto de Quevedo, al que pertenece el verso que le antecede como cita:


CARNET DE IDENTIDAD

Presentes sucesiones de difunto (QUEVEDO)

Pasmada tengo mi fisonomía
más joven en un duro plexiglás
cuya espalda vocea mi identidad, 
aunque yo sé muy bien que no es la mía. 

Un tiempo que tirita en tinta fría 
quiere mi tiempo vivo aprisionar,
vaso de limo que me he de tragar 
de cinco años en cinco y cada día. 

Como una res, con hierro filigrana
de números me tienen ya marcado
en el establo de la grey humana.

Mi muerte sucesiva se ha varado,
huella del lirio y de la sombra vana,
sellada en un cadáver pregonado.


Y termino refiriéndome de nuevo al cuento de “El ángel de la muerte”, a una preciosa versión que tiene Luis Mateo Díez en su reino de Celama (concretamente en “Las ruinas del cielo”). En esta versión, Veridio, el protagonista, siendo todavía joven -treinta y dos años, uno menos que Cristo- presiente la primera visita de la señora muerte y se va al campo, a sus faenas de labranza. “Si viene alguien preguntando por mi -le dice a su mujer-, dile que estoy trabajando”. La señora muerte lo visita una y otra vez adoptando distintas formas: una niña que juega con un aro, una doncella vestida de blanco o una vieja sin rostro. Y una y otra vez Veridio se escapa yéndose a trabajar. Siendo él ya viejo, se le muere la mujer. Y cuando le está dando sepultura, la muerte lo visita otra vez y cogiéndolo desprevenido le dice: “Mira, Veridio, por no causarte más molestias, si quieres aprovechar que estás en el cementerio y venirte hoy conmigo...”. Y Veridio acepta y se va con ella. 

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