23/5/19


2.- UN EXTRAÑO EN MI ESCUELA



Imaginemos a un profesor o profesora que llega por primera vez a una Escuela y se pone a mirarla no solo atentamente sino con ojos nuevos —si esto es posible—, como si viera todo aquello por primera vez, como un extranjero, casi como un extraterrestre, una especie de “extraño paparazzi”. 
Cuesta trabajo imaginar lo que pueda tener de nueva esa mirada, pues por nuevo que sea el profesor en lo que a su edad se refiere, se trata de alguien que vuelve a un sitio en el que lleva ya, como quien dice, toda su vida, y del que, en realidad, nunca ha salido sin permiso: su infancia, su adolescencia y su prolongada juventud las ha pasado entre las paredes de un aula. Desde los tres añitos apenas cumplidos ha entrado en este lugar o en otros parecidos y ha hecho su parvulario y luego su primaria, su secundaria, su bachillerato y tal vez una carrera, corta o larga. Ahora es, por tanto, como si después de unas brevísimas vacaciones volviera de nuevo a casa con un flamante contrato de trabajo o como interino o con unas oposiciones recién aprobadas. 
Si este profesor nuevo llega allí como funcionario, sabrá ya sin duda a qué cuerpo y nivel pertenece —y sus correspondientes emolumentos—, pues los profesores, como todos los funcionarios, están ordenados como los tornillos en cuerpos de distinto tamaño y grosor. Y según esto, le corresponderá a nuestro profesor habérselas bien con pipiolos con los esfínteres todavía descontrolados, con enanos jorobados, con larguiruchos adolescentes o con mozos y mozas en edad de merecer.   
Este profesor no nos puede servir entonces como observador cualificado, pues sus ojos, como suele pasar, se habrán vuelto ciegos por las costumbres adquiridas, como hemos dicho, por una larga estancia en el lugar y mirando desde una sola perspectiva o punto de vista. Y, además, por su obligatorio confinamiento, le faltarán otros referentes de la vida que bulle fuera de las aulas con la que poder comparar la vida de las aulas. Joven como es, con todas las ventajas que tiene la juventud, no tiene sin embargo la virtud de la experiencia, algo esencial y básico cuando tenemos que habérnoslas con realidades complejas en las que el factor humano es determinante. 
Hay que imaginarse, pues, otra clase de observador que sea totalmente forastero y extranjero, que venga de otra cultura, otro planeta, otra galaxia. ¿Pero qué podría ver este forastero, si viera algo, ayuno de toda referencia previa, si como parece ser no podemos ver sino aquello que de algún modo ya hemos visto? Esta especie de extraterrestre tendría que ofrecernos, al mismo tiempo que unos ojos realmente nuevos y forasteros, su experiencia de las formas de vida de los terrícolas de esta parte occidental del mundo, sus costumbres, negocios y trajines, sus oficios y las maneras de ganarse el pan y producir bienes y servicios. Alguien que, aún tratándose de un funcionario, no sólo tuviera años de servicio, sino también años de experiencia. Un paradójico observador que ofreciera a la vez junto a los ojos extrañados de un niño la comprensión de alguien que ya ha vivido lo suyo, un antropólogo inocente sin prejuicios etnocéntricos, ni intereses espurios, ni presupuestos metodológicos, ni anteojeras de ninguna clase, pero que entiende bien lo que ve porque ya lo ha visto bien visto.
Como todo buen observador, debería tener la doble propiedad de hacerse invisible a los observados y poder viajar por el espacio y el tiempo, para hacer historia y geografía de las cosas, sin estar sometido a los condicionamientos de las opiniones del común. Y estar en uso pleno de sus facultades de sentido común y raciocinio, cosa poco corriente y de las que nadie está nunca del todo seguro. Ha de adquirir también una manera de hablar con cierto tono de forastería, que confiera a sus observaciones la distancia, importancia y objetividad que convienen al caso.
 El lector deberá hacer entonces, por su parte, un sobresfuerzo en la lectura de estas observaciones, tendrá que imaginarse que el autor de estos apuntes observa a su vez al observador, y no sólo en sus idas y venidas de viajero, sino también en el trasiego interno de sus pensamientos. Se trata de un ejercicio de extrañamiento difícil, ya lo sé, pero absolutamente necesario si queremos ver más de lo que vemos con nuestros ojos habituales, un tanto cegados siempre por los prejuicios mentales, las costumbres y los hábitos de la rutina diaria que refuerzan el poder de la burocracia y los discursos de la propaganda.  Pero si la escuela está en crisis, como lo está todo y más aún si cabe que todo, antes de hacer nada —reformas, leyes, metodologías, técnicas…—se necesita urgentemente y sobre todo un diagnóstico certero del mal.

Con esta doble visión sobre la realidad y contando con la imaginación del lector, dispongámonos a penetrar, lenta y concienzudamente, en las entretelas de la Escuela, institución que hoy funciona según un modelo o gramática que vamos a llamar la Caja Negra.

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