LXXVII
¿Por qué y para qué tenemos que leer? (1)
Desde que el pueblo sabe leer y carece de tradiciones orales son las gentes capaces de manejar la pluma las que proporcionan al público las concepciones de lo que es grande y los ejemplos susceptibles de ilustrarlas.
(SIMONE WEIL)
Borges decía que los gorilas son analfabetos porque no quieren que los pongan a trabajar. Como pasa con todas las malignas ocurrencias de Borges, esta hay que pararse a pensarla dos veces. ¿Acaso la alfabetización no ha sido una necesidad impuesta por las sociedades industriales para hacer rendir más al obrero –se preguntan algunos- y por los estados modernos para controlar mejor a sus ciudadanos, mediante los censos, los impuestos y las escuelas? ¿Hay en la estructura esencial del ser humano –dicen otros- algún error esencial o pecado que lo condena al trabajo y recaba entre nosotros, los que vivimos en culturas de libro, la necesidad de la lectura? Entonces, ¿los analfabetos no son humanos, son como los gorilas? ¿Se agorilan los que no leen? ¿Hemos olvidado los orígenes de nuestra cultura judeo-cristiana en la que la lectura estaba ligada a la fiesta y la paideia, al ocio? ¿Acaso la palabra “escuela” no significa precisamente eso, ocio? ¿Trabajamos para vivir o vivimos para trabajar? ¿Es la lectura un problema de cantidad o de calidad? Quizá no sea necesario que todo el mundo lea, ni que tenga que leer de la manera particularmente exigente que aquí se propone; pero alguien tiene que hacerlo y hacerlo bien si no queremos perder la memoria y volver con los gorilas. Por otra parte, nadie tiene por qué pensar que las personas tengan que saber leer para disfrutar de sus derechos como ciudadano, ya se encargarán los políticos de recordárselos y administrárselos a cambio de su voto y sus impuestos; lo estrictamente necesario es que el ser humano como tal, especialmente en nuestra cultura, lea; y cuanta más gente y mejor, mejor. ¿Por qué?
Primero: porque existen condiciones y necesidades antropológicas de carácter estructural que en el contexto actual de nuestra cultura exigen aprender a leer para ver el mundo e instalarse convenientemente en él. La necesidad de saber, la curiosidad innata del hombre, su deseo de conocer el mundo, hacerse una representación de él lo más real posible está inscrita en su estructura originaria. Esta curiosidad viene determinada por el hecho de que el ser humano es un ser inacabado, abierto, un viajero curioso siempre en camino. En este camino, religioso y secular al mismo tiempo, de las civilizaciones, el viejo depredador se ha ido convirtiendo en un cazador de sueños; a veces sale del sueño y ve, horrorizado, que sigue siendo el viejo depredador de siempre.
Segundo: porque nuestra civilización tiene como base una tradición cultural que se transmite de generación en generación especialmente gracias a los libros. Porque nadie es sabio por lo que sabía su padre y ello plantea la necesidad de leer y volver a leer a los sabios de ayer. La necesidad de compartir lo que sabemos tanto en el orden temporal como espacial, en virtud de nuestras limitaciones. Esta necesidad viene determinada también por nuestra falta de acabamiento biológico, por una larga infancia que precisa de cuidados imprescindibles para que el infante madure y se desarrolle, para que aprenda a acoplarse a un mundo que ya está hecho y que él no ha elegido y hereda de las generaciones anteriores, que a su vez lo han construido sobre las anteriores.
Tercero: porque el ser humano tiene un interior, una conciencia, es un animal reflexivo. El mundo, para el hombre, no es sólo lo exterior, sino el interior propio y también el de otros hombres y mujeres con quienes forzosamente hay que hablar y entenderse para que el con-vivir no sea un des-vivirse y un des-vivir. Esta característica de reflexividad, de tener una conciencia, nos exige a los humanos no sólo hacernos una representación del mundo, sino darle también un sentido acorde con nuestras exigencias personales, interiores y genuinas. Exigencias que tienen un fondo primordial y originario del cual el ser humano no puede prescindir sin que ello traiga consecuencias.
Son estas características o necesidades antropológicas y las consecuentes exigencias para la vida humana las que hacen de la lectura en nuestra cultura un verdadero rito de iniciación. Un rito de iniciación que nos plantea las siguientes cuestiones: ¿Cómo conocemos el mundo? O mejor dicho: ¿Cómo lo leemos? ¿Cómo compartimos las representaciones y actuaciones que se derivan de su lectura? ¿Cómo le damos sentido a esas representaciones y actuaciones de manera que sintamos que merece la pena vivir?
De todas estas cuestiones, la última es, desde la perspectiva pedagógica, crucial, y constituye el eje de mi propuesta pedagógica: partir, en una tarea de formación por encima de la especializaciones y las competencias técnicas, de una selección de textos representativos de nuestra tradición cultural para formar una mirada lectora, comprensiva y crítica, que permita una mayor humanización del mundo, del papel y sentido de nuestra presencia en él. No se trata de crear otra área más bajo el título genérico de “humanidades”; se trata de aportar a los saberes de nuestra tradición cultural una perspectiva por la cual vemos en ellos su aspecto humanizador, de formación general, por encima de los particularismos académicos y laborales.
Los textos esenciales que heredamos de nuestra tradición cultural son como partituras que compusieron músicos geniales y que nosotros hemos de leer e interpretar de la mejor manera que sabemos. No basta con saber solfeo, es necesario que el instrumento musical esté afinado, que uno sepa manejarlo bien, si no con virtuosismo, al menos con competencia fiel a la partitura. Debemos también saber hacerlo en armonía con los demás músicos de la orquesta. Puede haber, sin duda, interpretaciones originales, nuevas versiones, adaptaciones de los viejos sonidos a los nuevos instrumentos y oídos. Pero para todo ello se necesita antes que nada una gran sensibilidad en la interpretación; se necesita no sólo tener manos ágiles y embocadura conformada y encallecida, sino oído y corazón bien afinados. El músico y su capacidad como artista es el asunto principal para que suene bien la orquesta.
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