LXXVI
Del inspector o corregidor
Del inspector o corregidor
(A José-Antonio López, inspector)
El mundo es sagrado y pertenece al espíritu, por lo tanto, no debe ser manipulado. Quien lo manipula, lo corrompe; quien pretende conservarlo, lo pierde. Por eso, el Sabio evita todos los excesos de cantidad, de medida o de forma.
TAO THE KING
Después de haber ejercido toda una caterva de oficios diversos –zapatero, carpintero, chupatintas, músico, radiotécnico… -, empecé a trabajar en la enseñanza en el curso 1969-1970; la he dejado después de una experiencia bastante larga, variada y creo que bastante intensa también. Larga en años, intensa en compromisos asumidos, variada en puntos de vista, vivida en situaciones, tanto externas como internas, muy diversas. He tenido ocasión de hacer casi de todo en este oficio. Y he recibido muchas lecciones, como una que ahora recuerdo en una visita de inspección el primer curso en que me estrenaba como maestro.
Estaba todavía vigente la Ley Moyano (adaptada por el profesor Ruiz Jiménez), que duraba ya casi un siglo. Yo tenía recién terminado magisterio y acababan de concederme el premio nacional fin de carrera. Por cierto, que el premio (diez mil pesetillas de las de antes, un diploma y una insignia que te ponían en la solapa de la chaqueta), no pudo entregármelo el entonces ministro de educación (Villar Palasí), como se tenía previsto, porque precisamente estaba presentando ese día en las Cortes la nueva Ley General de Educación. La primera reforma que me tocó vivir; no sería desde luego la última. A las pocas semanas de volver de Madrid recibí mi primera visita de inspección. El director del colegio me presentó al inspector orgulloso de tener en su claustro a un premio nacional. Y el inspector dijo: “Eso quiere decir que es un buen estudiante, pero no significa que vaya a ser un buen maestro”.
La lección hirió mi vanidad, recientemente inflamada por el premio, pues la verdad siempre duele, y tiene que ser así, porque de otra manera no tomaríamos nota ni aprenderíamos nada de nada sobre nosotros mismos. Luego fui comprobando que, en efecto, el inspector llevaba razón, pues este oficio es algo práctico y complejo a la vez, que sólo se aprende, y nunca bien del todo, con la experiencia, que es la idea que yo defiendo ahora, con algunos matices. Porque siendo verdad que el oficio se aprende por experiencia, eso no quita que sea una condición necesaria, aunque no suficiente, lo de ser un buen estudiante. No comparto esa idea peregrina de que uno puede enseñar algo que no sabe; es decir, que pueda existir una pedagogía o una didáctica sin un contenido bien asumido y comprendido -que no tiene por qué ser aquello que definen las especialidades académicas-.
Después, ya en pleno ejercicio de la profesión, vi que la mayoría de los inspectores -con honrosas excepciones, como uno que me dice haber ejercido la función como ejercía la suya San Manuel Bueno Mártir, el cura de Unamuno- dejaron de entrar en las aulas, no sé si por no molestar o porque no tenían mucho que decir o por ambas cosas a la vez. La verdad es que su función se les puso bastante complicada con las reformas y reformas de las reformas, por eso yo nunca me sentí llamado al ejercicio de esta importantísima tarea. Creo que se trata de un servicio realmente fundamental en un sistema educativo público, pero a mí me parece -y creo que en esto no han cambiado mucho las cosas- que está muy mal aprovechado. Para ejercer de inspector se necesita una buena experiencia, mucha formación y una independencia política plenamente garantizada. Yo creo que, en general, las dos primeras condiciones suelen cumplirse; no tanto la tercera. La reciente historia de la inspección y su progresiva dependencia de las políticas de los turnos de partido creo que le han hecho mucho daño y han menoscabado su autoridad. Esa dependencia de políticas partidistas me parece que se ha acrecentado con las transferencias de educación a las comunidades autónomas (muy especialmente en las llamadas “nacionalidades históricas”, como el País Vasco o Cataluña, en virtud de la ideología nacionalista). Por eso dice el refranero que “del amo y del mulo, cuando más lejos más seguro”.
Quizá exagere, pero tengo la impresión de que este servicio, que se llama “técnico”, está excesivamente politizado (en el mal sentido de la palabra), como toda la educación por otra parte. El servicio de inspección de la enseñanza pública (incluyo naturalmente a los centros concertados) debería ser un servicio estatal independiente, al abrigo de los cambios de gobierno y la vieja costumbre de las cesantías; que se garantizara no sólo un acceso a la función inspectora totalmente basado en las competencias técnicas de los aspirantes, sino que garantizara también el ejercicio independiente de esa función, de manera que los informes técnicos de los inspectores tuvieran el valor y la operatividad que ahora mismo me temo que no tienen. No todo puede estar sometido a voto; el voto sirve para juzgar una política, pero no sirve para juzgar la competencia de una actuación técnica, dicho lo de “técnico” en un amplio sentido.
De esa manera se ejercería la función como merece ser servida. Recuerdo a este respecto un proverbio latino que a mí me parece que viene como anillo al dedo para resumir mi punto de vista sobre las directrices de ese ejercicio, aunque no sea yo quién para decirlas: videre omnia, tacere multa, corrigere pauca. Creo que el aforismo (que guardo en la memoria no sé de dónde ni de cuándo) es de Tácito, según me dice mi amigo Luis Margüenda, que es de “clásicas”: verlo todo, callar mucho y corregir poco; también pudiera servir como lema a la actuación del profesor en el aula, si el aula tuviera hoy las condiciones de tal.
En cuanto al verlo todo, hoy el inspector, aunque el servicio de inspección no deja de ser, fuera del profesor y los equipos directivos, la instancia de la administración educativa más en contacto con la realidad, está obligado a constreñir su mirada sobre los aspectos puntuales que marcan las políticas educativas coyunturales, los controles burocráticos correspondientes y las estadísticas al servicio de la retórica del poder. Esto reduce su campo de visión y pone velos a la realidad inspeccionada.
En lo relativo a ejercer calladamente su tarea, creo que hoy el inspector se siente obligado también, por la configuración de una administración con mandos políticos en niveles que son técnicos, a estar de continuo predicando en el desierto las excelencias de las reformas, proyectos e ideas que surgen en los despachos con demasiada profusión y poca reflexión, bajo la presión de las estrategias de cada partido y de cada momento para la toma o conservación del poder.
Y, finalmente, en cuanto a corregir, ciertamente dice el aforismo que hay que corregir, aunque sea poco. Pero ocurre que se corrige todo, que es lo mismo que corregir nada, pues se corrige a todo el mundo curándose en salud, como quien dice, a base de controles y más controles generalizados que lo especifican todo para que nadie se salga de las casillas. Todo ello, fíjense, en nombre de la autonomía de los centros de enseñanza. Esto es nefasto para el ejercicio de este oficio, pues frustra las buenas intenciones y las capacidades creativas de los profesores, que las tienen, y no son pocas ni pocos, y permite que aquello que realmente debe ser corregido y con la contundencia que sea necesaria en los menos se oculte bajo el socorrido manto del cumplimiento de las formalidades en los más.
Creo que esta dependencia del poder político circunstancial se corregiría, tanto en lo relativo al servicio de inspección como a otros servicios de asesoramiento y control de la administración educativa, o de formación pedagógica, haciendo que todos aquellos que tienen algún poder de influir en la enseñanza, se enfrentasen directamente a ella en las aulas de alguna manera. Pues cuando digo que enseñar es un oficio lo digo con todas sus consecuencias, y no conozco ningún otro donde el que orienta y controla a los que ofician no ejerza también y además con maestría y ejemplaridad. ¿Es que puede alguien con dos dedos de frente pensar que se puede aprender cualquier oficio en esos cursillos de tres al cuarto que se organizan sobre gestión de la gestión de la gestión de las cosas? ¿Cómo no vamos a encontrar la chapucería y la mediocridad en todas partes, si el arquitecto se desentiende de la albañilería, el médico del trato directo con el enfermo y el pedagogo huye de las aulas?
En vez de repartir entre todos el poco trabajo que hay y también los sueldos, que sería lo cristiano, abandonamos el contacto con el sudor que conlleva todo quehacer real y nos elevamos, y con ello nuestros sueldos, hacia las alturas de los intocables dejando a cada vez más pocos cargando con lo mucho. El problema es que, como ya estamos viendo, empieza a pesar más el aire de las alturas que el suelo que lo sostiene.
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