XLVIII
“Sorge”, cura, cuidado (1)
Una vez llegó Cura a un río y vio terrones de arcilla. Cavilando, cogió un trozo y empezó a modelarlo. Mientras piensa para sí qué había hecho, se acerca Júpiter. Cura le pide que infunda espíritu al modelado trozo de arcilla. Júpiter se lo concede con gusto. Pero al querer Cura poner su nombre a su obra, Júpiter se lo prohibió, diciendo que debía dársele el suyo. Mientras Cura y Júpiter litigaban sobre el nombre, se levantó la Tierra (Tellus) y pidió que se le pusiera a la obra su nombre, puesto que ella era quien había dado para la misma un trozo de su cuerpo. Los litigantes escogieron por juez a Saturno. Y Saturno les dio la siguiente sentencia evidentemente justa: “Tú, Júpiter, por haber puesto el espíritu, lo recibirás a su muerte; tú, Tierra, por haber ofrecido el cuerpo, recibirás el cuerpo. Pero por haber sido Cura quien primero dio forma a este ser, que mientras viva lo posea Cura. Y en cuanto al litigio sobre el nombre, que se llame homo, puesto que está hecho de humus (tierra)”.
(CAYO JULIO HIGINIO)
Esta fábula de Higinio -que he recogido de dos lectores y comentaristas egregios y en cierto modo contrapuestos, Martín Heidegger y Leonardo Boff- nos habla, como otros tantos relatos -el Génesis, el mito de Prometeo...- de nuestro origen con pretensión de universalidad, es decir, considerando, aunque sea en la forma y expresión de cada cultura, al ser humano in génere, como lo que es esencialmente. Aquí se nos habla, como el Génesis, del origen del hombre. Se trata de un tema insoslayable en las narraciones originarias de casi todas las civilizaciones, que intenta así responder a las preguntas esenciales del dónde venimos, a dónde vamos y quiénes somos. Venimos del barro, estamos hechos de barro y al barro hemos de volver –dice la fábula-; pero ese barro está insuflado de un espíritu que, viniendo de Júpiter –de Dios, del Cielo, “padre de la luz”- tiene algo de divino, y a lo divino ha de volver. Mientras vivimos, somos Cura –sorge-, cuidado en el tiempo, preocupación, angustia.
Se trata de una fábula, de un mito que trata de dar una respuesta a las preguntas que nunca dejamos de hacernos, por más que se nos diga una y otra vez que carecen de sentido, pues es preciso el sentido lo que se busca con estas preguntas. Podemos ver la frágil ambigüedad que presentan los textos fundacionales de nuestra tradición y de todas las grandes civilizaciones humanas, cómo es que tradición, traducción y traición van con frecuencia inextricablemente unidas. Y también cómo la lectura, base de nuestra tradición cultural, va unida a la conciencia personal, a la libertad y responsabilidad del individuo, y es por definición incompatible con el poder y su violencia estructural, especialmente con el poder, desnudo o travestido, de los totalitarismos. Y lo quiero poner en evidencia mediante este texto por el hecho de que sea Heidegger precisamente quién haya hecho una interpretación más honda y comprometida con él. Llama la atención que alguien de la talla intelectual de este filósofo pudiera ser tentado por nacionalsocialismo, una de las versiones modernas -borrón y cuenta nueva- del adanismo.
Cabe, sin embargo, otra lectura de la fábula de Higinio que es la que hace Leonardo Boff al distinguir dos maneras de leer el mundo: como un predio de conquista y explotación o como un huerto y jardín que hay que cuidar.
La fábula de Higinio presenta una serie de símbolos poderosos que aparecen en otras muchas narraciones sobre el mismo tema. El hombre es una criatura desposeída de sí misma. Ni el cuerpo (barro, tierra, Tellus) ni el alma (Júpiter) son propiamente suyos, pues no se ha formado a sí mismo. Ni siquiera su vivir, que pertenece en el tiempo a Cura –sorge, cuidado, preocupación- y es, por ello, un sin-vivir. El hombre es barro informe –incompleto, inacabado, ambiguo, sin forma dada, un “animal no fijado” (Nietzsche). Pero al mismo tiempo es “humus”, “tierra fértil” –Adán-, es decir, un ser abierto a una forma. Esa forma la proporciona Cura en el vivir, en el tiempo, en la existencia concreta de cada uno.
El ser humano es arrojado a un mundo extraño en el que inevitablemente se siente impelido a sobrevivir primero, a vivir después y luego a vivir bien, a vivir felizmente. ¿Cómo lo hace? Mediante Cura. Cura es la preocupación, el afán, el desasosiego vital del proyecto y su continua y permanente realización siempre inacabada, el derroche de una constante actividad proyectada desde el pasado hacia el futuro que nunca se colma.
Si yo no he entendido mal a los existencialistas y a Heidegger –entenderlo mal es cosa bastante probable dado el carácter hermético y particularmente dificultoso de este autor-, nos dan una imagen del ser humano como el niño que, sin previo aviso y sin que sepa nadar, es arrojado por el padre al agua de la piscina. Allí se hunde la criatura y comprueba con angustia y miedo que se ahoga y no puede respirar, pues no tiene branquias, sino pulmones. Y entonces, como quiere vivir, bracea y bracea en ese medio extraño y hostil para un animal terrestre como es el agua hasta que flota y se salva, Moisés sin canastillo, pero con madre si la tiene. El agua es el mundo y sus peligrosos reclamos a los que hay que anticiparse, aún con angustia y miedo, para sobrevivir y vivir. Un mundo que sentimos como hostil, como si no nos perteneciera, como si realmente fuésemos de otro mundo, pues no estamos acoplados en él como el animal en su entorno, sino que entre el mundo y el hombre hay un hiato, una distancia, una separación, una herida abierta en nuestra conciencia.
La anticipación que Cura impulsa –el cuidado, la solicitud, la preocupación existencial, la angustia- sólo se puede materializar a través del signo, en la palabra, en el verbo, en los tiempos y modos verbales. Las cosas no tienen ni recuerdos ni anhelos; nosotros –Cura- se los atribuimos. De ahí el por qué leer. El mundo al que somos arrojados es también ambiguo y mediado, un caos en el que permanentemente el propio hombre ha de estar poniendo orden, sentido, convirtiendo en cosmos, en un lugar habitable, en un mundo legible, en una morada humana, un edificio empalabrado y apalabrado.
Por el cuidado entró el lenguaje en el mundo y por el cuidado se materializó en palabra escrita. Es en la producción escrita, de imágenes y palabras, en los millones de conversaciones de twiter o face-book, en los cientos de miles de blogueros como yo que sostienen el torrente de la escritura en pantalla, donde hoy podemos ver con más claridad que en toda la historia de nuestra especie y nuestra civilización el enorme derroche que Cura propicia en su tarea de conformación y al mismo tiempo de disipación. A veces, uno se queda mirando las estanterías de la biblioteca doméstica que nos ha acompañado in crescendo a lo largo de la vida y, sabiendo uno lo que cuesta leer y más lo que cuesta escribir, uno se pregunta a sí mismo: ¿Cómo es posible -Tántalo también el hombre- que se haya dedicado tanto tiempo y tanta energía a producir tanta literatura tantas veces inútil? Y sin embargo, seguimos leyendo y escribiendo. ¿Por qué?
Me pregunto: ¿qué sería de este ser que aspira a todo y es nada, este ser sin forma y sin permanencia, contingente, que adquiere su entidad en el tiempo tan breve de una vida, que “de la cuna a la sepultura” tiene que aprenderlo todo siendo como es nada, qué sería de él si no tuviera memoria? ¿Y cómo podría tener memoria sin los signos, los símbolos, que no sólo aguantan el paso del tiempo sin desaparecer, sino que lo recuperan y lo anticipan?
El ser ahí –Dasein- a donde el ser humano es arrojado, como dice Heidegger, donde vive irremediablemente, cobra su existencia humana cuando es señalado por el dedo humano. “El mundo era tan reciente –dice García Márquez hablando de su Macondo- que las cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Este ahí con que el hombre se encuentra emerge en realidad de un deíctico, de una señal, de un signo mediador, de un sustituto de la realidad material, un símbolo.
En su origen, el símbolo es una especie de contraseña o prenda de amistad o de alianza, una medalla que se partía por la mitad -sym-bálica- y se entregaba cada parte a uno de los dos que establecían el lazo y la promesa y que podían aducir como prueba de ello si encajaban una en la otra. Así, la forma simbolizante, la parte manifiesta del símbolo y aquello que es simbolizado, que corresponde a su sentido, se hallan desencajadas sobre la base de una presupuesta unidad anterior a la que remite. Esta partición originaria presupone, por tanto, un siempre latente encuentro o reencuentro entre las partes y las presencias que la testifican. Una presencia oculta se revela ante un testigo que la reconoce como tal y así adquiere su forma y figura. El símbolo nos dirige hacia una unidad originaria que hay que restablecer y en la que estamos comprometidos de antemano, pues este compromiso forma parte de nuestras condiciones de existencia.
Cómo el dedo de Dios que Miguel Ángel pintara creando a Adán, el dedo del hombre crea otra realidad adánica. Y así, mediante señales, el hombre introduce orden en el caos, confecciona su cosmos, su hábitat, su morada. Esta morada está construida en parte con palabras que se transmiten desde los muertos que vivieron a los vivos que ahora viven y de estos a los que han de vivir, para que no tengan que empezar otra vez desde el principio la escritura de su geografía, la confección de sus mapas. Esta morada es una tradición, un edificio de textos cuyas palabras están también en parte en manos de Cura. Sólo en parte, pues el Dasein, el ser-ahí está más allá de las palabras. Esta morada es interior, está llena no sólo de significados y valores, sino de sentido.
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