XLIX
“Sorge”, cura, cuidado (2)
Como relatan los primeros mitos de todas las grandes civilizaciones, el ser humano es un espíritu encarnado que tiene un origen que es anterior y un destino que va más allá de las circunstancias materiales en que nace y desenvuelve su vida. Esta doble filiación, carnal y espiritual, es la que lo impulsa, en un permanente desasosiego, a no conformarse nunca con los límites de lo fáctico y buscar ser más y mejor de lo que es.
Cuando se habla de la condición humana se suele hacer por lo general en un sentido netamente peyorativo. Se asumen en ella las manifestaciones del ser egoísta que lucha para sobrevivir a costa de lo que sea y que utiliza, abiertamente o con disimulo, las malas artes y los medios que todos conocemos para adquirir poder, fama o dinero. Es el mundo, se dice, son los hechos, lo fáctico, la realidad, dando por sentado muchas veces que otra idea de la condición humana es pura fantasía, cosa de ilusos.
Los reclamos que hace el entorno en que nacemos -hoy la selva tecnológica- empiezan muy temprano, en la infancia; es decir, antes de que el niño realice los ritos de empalabramiento y apalabramiento del mundo. Ya desde los primeros esfuerzos de levantarse, permanecer erguido y echar andar -la conversión, como dice Machado, en espalda del lomo de la fiera- y en los primeros balbuceos, la tarea de crecimiento y desarrollo del niño no es pasiva. Tiene que apropiarse del mundo -con ayuda, es cierto, de sus congéneres cercanos, ya iniciados-. El niño va leyendo el mundo de un modo cada vez más realista y ajustado a la realidad fáctica, a la cara del mundo que comparte como entorno con el resto de animales, plantas y minerales. Se trata de un doble proceso rítmico de acomodación y asimilación. El niño se adapta al mundo de manera activa y lo va asimilando a sus esquemas mentales que van también evolucionando, del mismo modo que asimila los alimentos que come e incorpora a su propio organismo en forma de proteínas, hidratos de carbono o vitaminas. Pero al mismo tiempo, su acción en el medio en que se desarrolla y crece, tiene que ajustarse y acomodarse a las leyes naturales inapelables y las normas sociales que se imponen en el espacio geográfico y el momento histórico que le ha tocado vivir. Y como en todas las cuestiones fundamentales humanas, el problema es de equilibrio: si se ajusta demasiado, se acomoda y no evoluciona, no crece; si se desajusta en exceso e intenta literalmente “comerse el mundo”, el mundo se le resiste e impone sus límites frustrantes; pues el ser humano, ufano del poder que le proporcionan las herramientas que inventa para apropiarse del medio natural, no cae en la cuenta de que él también forma parte del mundo que intenta apropiarse, y al comerse el mundo también se come a sí mismo, se fagocita.
Se trata, por otra parte, de un equilibrio siempre abierto -que Piaget llamaba “homeorrásico”-, de manera que cada momento de equilibrio produce por sí mismo un nuevo desequilibrio que empuja al desarrollo y la perfección. El ritmo continuo de acomodación y asimilación, entiendo yo que informa toda nuestra existencia, de manera que, como dice Machado en uno de sus proverbios:
Es el mejor de los buenos
quien sabe que en esta vida
todo es cuestión de medida:
un poco más, algo menos...”
La pervivencia, callada y tantas veces proscrita en la historia humana, de otra forma de vivir, de sentir y de pensar de tantos otros hombres y mujeres a lo largo del tiempo y lo ancho del planeta, no puede ignorarse, y su testimonio nos ofrece otra imagen de la condición humana muy distinta. Una humanidad que también busca la verdad y la justicia, que ejerce la bondad y ama la belleza, que renuncia a la violencia y al poder, a la riqueza y la fama, y anhela otra forma de vida que no esté presidida por la lucha y el odio, sino por el amor y el servicio.
En todas las grandes civilizaciones, sobre todo a partir de lo que Karl Jaspers llamó la era axial, se han propuesto ciertas cosmovisiones o lecturas del mundo que otorgan al ser humano un destino distinto al que parece condenado de forma natural. Son las llamadas religiones superiores, sin ellas el ser humano no hubiera salido de las cuevas prehistóricas. Más allá de la manifestación concreta de las religiones en distintos sistemas culturales e instituciones sociales, el significado etimológico de la palabra “religión” -además de “religar”- es “escrúpulo”. Es esta característica de tener “escrúpulos”, es decir, de sentir la llamada de una conciencia que va más allá de nuestras formas naturales y sociales de supervivencia, la que nos dice, aunque sea oscuramente, si obramos o no en razón de la esencia que constituye nuestro origen y nuestro destino, la que nos señala que hay algo en el ser humano que viene de otro mundo, si podemos decirlo así, y está destinado a otro mundo, que nos dice que somos un “espíritu encarnado”. Que una persona sea o no religiosa no constituyen condiciones determinantes para la percepción de esta realidad, que es interior, y no depende de adscripciones ideológicas o de creencias de carácter externo.
En todas las civilizaciones aparecen testimonios de esta otra condición humana que convive, en distintas proporciones, formas y relaciones, en cada hombre o mujer, y que constituye nuestra especial estructura abierta, inacabada, dialéctica, cuyos componentes pueden ser llamados “la carne” y el “espíritu”, sin entrar ahora a dilucidar como hemos de entender hoy estas dos dimensiones inseparables del ser humano.
Esta estructura de un ser inacabado, abierto, en lucha consigo mismo que busca ser más de lo que es en las circunstancias en que viene al mundo y vive su vida, está en la base de nuestro particular e indefinible desasosiego, la que nos constituye como “caminantes”, buscadores, peregrinos, exiliados, que viven sus días contados entre un origen que se percibe oscuramente como nostalgia y un destino que se vislumbra y anhela como utopía.
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