Kathleen Raine, un testimonio visionario
Todos los poetas recuerdan, o tratan de recordar y recrear lo que todos saben que no es, en el fondo, una mera ilusión pasajera, sino la norma que jamás cesamos de buscar y crear (sin importar las veces que sea destruida) porque únicamente en ese estado reside la felicidad.
(KATHLEEN RAINE)
No vemos el mundo, lo leemos. Y leemos textos que nos comunican la lectura del mundo que hacen otros. Cuando una de estas lecturas nos iluminan la nuestra, oscura y balbuciente, sentimos una profunda gratitud. Este es el caso del libro de la poeta inglesa Kathleen Raine que han traducido Adolfo Gómez y Natalia Carbajosa con los que me une una estrecha amistad. El libro, cuyo prólogo he tenido el honor de redactar por invitación de los traductores, está teniendo una magnífica acogida. Véanse, por ejemplo, entre otras, las reseñas de dos escritores a los que admiro por su obra y por lo que son, pues los conozco personalmente, Gustavo Martín Garzo -en el “El Norte de Castilla”- y Álvaro Valverde -en “Quimera”. Compartir la lectura de este libro con esta clase de lectores es también un privilegio. Pues hay libros, como este que estamos comentando, cuya lectura crea una comunidad en la que se participa de una misma liturgia e incluso de un mismo sacramento que alimenta el espíritu y lo reconforta. Este libro, además, ha sido causa y efecto de otros encuentros significativos -con Clara Janés, con Emilio Alzueta- en los que he tenido la suerte de participar.
Entiendo que hay tres perspectivas desde las cuales podemos leer el mundo y que nos proporcionan tres clases de verdad: la verdad -refutable- del método científico -perspectiva del Ello, de la 3ª persona-, que se verifica en el laboratorio; la verdad de la tradición cultural, que se verifica en la discusión razonada a lo largo del tiempo, de la historia -perspectiva de 2ª persona-; y la verdad de la intuición y experiencia personales -perspectiva de 1ª persona- que se verifica en el testimonio, que se puede compartir y con el que se puede concordar. Esta última clase de verdad es la que sirve de alimento apropiado a la percepción que tenemos del mundo y nuestro lugar en él, la que nos proporciona una lectura del mundo con sentido y estimula y orienta las otras lecturas, las otras perspectivas.
Decía Unamuno que hay libros que hablan de otros libros y libros que hablan de la vida. El libro de Kathleen Raine es un caso ejemplar en muchos sentidos de esta clase de lecturas que nos sitúan en el mundo y nos hacen tomar conciencia de lo que somos y nuestro lugar en él. Podemos también llamarlo un testimonio de autenticidad y añadirle el adjetivo de visionario. De lo primero que nos hace tomar conciencia K. R. en esta primera parte de sus memorias, es de la rotura y el desgarro, la conciencia de la “separatidad” entre el hombre y la naturaleza que ha producido la modernidad. Conciencia de desarraigo, desamparo y degradación a las que, junto con la Naturaleza, ha sido sometido el hombre en estos tiempos. Esta separación cobra hoy especial y dramática actualidad en el hecho de que por primera vez en la historia de la humanidad no sólo usamos máquinas y herramientas, como siempre hemos usado desde el paleolítico, sino que hemos construido una “Máquina Total”, todo un ecosistema artificial que, como en la película de Kubrick, “2001 Odisea del Espacio”, constituye una nave pilotada por una máquina que amenaza con prescindir del piloto. Frente a la Naturaleza, el mundo de la máquina, de lo artificial, se yergue como algo enajenado de nosotros mismos.
Desde esta toma de conciencia, Kathleen Raine nos invita, con su testimonio a veces lacerante, a recordar nuestro origen, nuestra casa, nuestra morada humana, nuestra verdadera patria, como decía Rilke, cuyo abandono y destrucción se manifiesta en las formas artificiosas, feas y sin vida, que están sustituyendo, arrasando en todos los terrenos a las tradicionales. Con ellas, no sólo se destruye el edificio humano de civilización construido con tanto esfuerzo a lo largo de los siglos, sino que se borran también los signos y los caminos que nos conectan con ese origen, como los cuervos devoraban las migas de pan que Hamsel y Gretel iban dejando al adentrarse en el bosque como señales para volver a casa. “¡A casa, a casa”, repite K. Raine como un conjuro en uno de sus poemas, traducido también por Adolfo Gómez.
La piel de foca - que Martín Garzo elige como título de su comentario- es el símbolo, como él mismo dice, de una pertenencia, el símbolo de quienes no pueden olvidar quienes son, de dónde vienen y a dónde van, de quienes son conscientes de su exilio, de su desarraigo de la corriente inmensa de la vida toda: hombres, mujeres, animales, plantas, piedras... De nuestra expulsión del Edén. En las preocupaciones ecologistas que han ido tomando fuerza y presencia en las últimas décadas, en su fondo más allá de las ideologías, lo que late es este giro de la mirada hacia lo más permanente y, podríamos decir, eterno, con lo que siempre ha intentando conectar, aunque no siempre lo lograse, nuestra tradición, griega y cristiana. Todo aquel que haya tenido algún tipo de contacto, sobre todo a través de la contemplación de las formas en la Naturaleza, con el Ser, ha aprendido a venerar lo que haya de vida también en las formas del arte que reproducen y manifiestan en el ser humano esa veneración. Es la constatación de la degradación galopante que ofrecen hoy nuestras manifestaciones políticas, sociales, culturales, incluso artísticas, las que devuelven nuestra mirada hacia las flores, los árboles, los animales, los paisajes naturales. Es el bosque que aparece en los cuentos de hadas y que ofrecían su fascinación misteriosa a nuestros ojos de niños.
Cuando alguien con una especial sensibilidad, como es el caso de Kathleen Raine, constata las líneas maestras que empiezan a regir el nuevo paisaje artificial donde impera el desorden, la degradación, la banalización y la fealdad y a la vez permanece insobornable en lo más íntimo de su conciencia a lo que le dictan las razones de su corazón en lo que tienen de eterno, siente una inmensa pérdida y siente mucho dolor.
No expondría públicamente estas consideraciones puramente personales si no fuera porque el libro ofrece garantías más que suficientes para responder de ellas. Recomiendo encarecidamente su lectura, especialmente a aquellos que leen sin prejuicios ni temor, que no tienen miedo de perder las cómodas seguridades que les proporcionan sus acomodadas ideologías. Como dice Álvaro Valverde, el lector se quedará “con ganas de más. Y no por falta de intensidad”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario