La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.
(ANTONIO MACHADO)
Los usos espurios del conocimiento son el proselitismo ideológico y la erudicción especializada. Ambos usos echan a un lado la verificación que tozudamente reclama y acaba imponiendo la realidad. El uno porque la indoctrinación ideológica es autodestructiva y termina, con el tiempo, autorrefutándose a sí misma o degradándose en la simplificación doctrinaria que impone tener que llegar como sea a cada vez más gente. La otra, porque se esfuerza en conocer cosas que son relevantes sólo para el erudito que las convierte en pasto de su actividad.
El uso adecuado del conocimiento viene determinado por su aplicación efectiva a la realidad, por ejemplo, mediante una tecnología, como es el caso del conocimiento científico. En el ámbito de la política, la economía o la sociología, el uso del conocimiento se manifiesta en la aplicación de leyes y normas que mejoran el entendimiento humano y una distribución más justa de los bienes comunes -que son muchos más de los que los que parecen-. En el ámbito de la psicología y la vida espiritual, todo aquello que contribuye a un mejor conocimiento de la condición humana, de uno mismo y al desarrollo de una conducta más apropiada, viable y con sentido, en la vida que cada uno vive. En todos los casos, el uso adecuado y coherente del conocimiento exige aceptar la complejidad de la realidad en la que nos desenvolvemos como personas concretas, complejidad que no suele responder a un pensamiento simplista que funciona mediante generalizaciones abstractas administradas como comprimidos con efectos a la vez estimulantes, analgésicos y narcotizantes. Como exigen las leyes del marketing, estos comprimidos se venden mejor si tienen etiquetas fácilmente identificables.
La simplificación doctrinaria de una ideología empieza a manifestar su decadencia en el uso propagandístico de las etiquetas identitarias. Las etiquetas son útiles hasta cierto punto; más allá, si se usan como armas arrojadizas y fórmulas de propaganda y simplificación del pensamiento y la complejidad de la realidad, se convierten en estupefacientes para idiotizar a las masas. El condicionamiento resultante de este mal uso de las etiquetas - por ejemplo, izquierda y derecha en el terreno de la política- convierte a las personas en perros amaestrados que ladran automáticamente a quienes identifican como enemigos.
La simplificación y mecanización del pensamiento que exige todo proselitismo en la administración y propagación de una doctrina, lleva consigo como uno de sus efectos secundarios que bajen las defensas de la conciencia crítica de las personas y se presten más a la manipulación general, no sólo de sus correligionarios. Las mismas personas que se adscriben a las etiquetas, pueden ser envenenadas por un trozo de carne apetitosa que no lleve etiqueta identificatoria. La etiqueta “progreso”, por ejemplo, y el constructo ideológico de base que le ha servido para configurarse como discurso prevalente, una vez que desde el desarrollo histórico reciente ha podido ejercer el poder para cambiar las cosas, empieza a repetirse de forma ritual y se convierte en una especie de mantra para el adormecimiento colectivo.
Dado que las ideologías funcionan como propiedades inmobiliarias -víctimas ahora también de su propia burbuja-, las etiquetas se usan para discriminar a los que son de la propia casa de aquellos que pertenecen a barrios ajenos. Las etiquetas funcionan así de manera mecánica como reflejos condicionados, tal como fueron estudiados por Pavlov, precisamente con perros.
El funcionamiento mecánico de las ideologías las convierte en posiciones de trinchera, meramente reactivas, que revelan su fondo violento cuando la crítica racional las pone en evidencia. Por mucho que se hable de diálogo, estas posiciones irreductibles lo hacen siempre imposible. La exigencia de diálogo se puede convertir también en una muletilla de identificación y discriminación: siempre son los otros los que no quieren dialogar.
Los seres humanos hemos aprendido a utilizar como herramientas de confrontación las palabras en lugar de las piedras o las bombas, que no está mal; pero sin haber solucionado previamente el problema de la violencia, que sigue formando parte de nuestra condición. Por eso las palabras, usadas como etiquetas identitarias, pueden engendrar un tipo de violencia que al tiempo que busca cauces de expresión aceptables se niega a reconocer otras formas de empalabrar y leer el mundo. Un “buen talante” puede engendrar la máxima violencia irritante, y una llamada continua al diálogo la más contundente negación a entenderse en algo con alguien.
1 comentario:
Además de recomendar este blog a cuantos creo que pueden disfrutar de su lectura, quería agradecerte el regalo que nos haces, cada pocos días, publicando tus reflexiones. Es un ejercicio difícil y delicado que valoro como tal. Un abrazo.
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