No hay que quitarle al hombre lo que es irreemplazable
(HAMPÀTÉ BÀ)
Somos seres desarraigados, sin raíces, desatentos con todo cuanto recibimos y consecuentemente desagradecidos y sin capacidad ni tiempo para pensar y acoger lo recibido críticamente, es decir, con criterios. Curiosamente y de manera aparentemente contradictoria esto se debe a que estamos más condicionados que nunca por las predicaciones de los nuevos mitos ideológicos; a que somos más crédulos que nuestros padres y nuestros abuelos, que aceptaban siempre las creencias del momento con la precaución y el filtro del sentido común y la triple salvaguarda de la tradición, la autoridad y la educación que proporcionaba la tribu. Eran de algún modo escépticos racionales y no una masa de consumidores zarandeados por la propaganda que llueve de todos los lados, como somos en gran parte ahora. Pues, ¿qué es una ideología hoy, sino un lote de ideas precocinadas, con su marca correspondiente, puestas a la venta por la industria cultural?
¿Resistirán mejor los más jóvenes, que han tenido más oportunidades de formación, los condicionamientos y manipulaciones de los poderes establecidos? ¿Se atreverán a pensar, a ser a un tiempo críticos y agradecidos, buscar sus raíces y apropiárselas en libertad? ¿O serán adormecidos por el engolosinamiento a que conducen las ofertas del panen et circenses consumista y el perpetuum mobile inconsecuente de títulos académicos baratos que en buena parte se resuelven no en las Universidades sino en los pisos de festiva convivencia juvenil?
Me hago estas preguntas desde mi propia experiencia vital y profesional. Quienes tuvieron la suerte de nacer en familias y contextos de viejas tradiciones cultivadas recibieron, quizá con la carga misma de un escepticismo decadente, una cierta inmunidad contra la lepra del nihilismo, en el lujo de hacer bandera del mismo -a “vivir como un noble arruinado / entre las ruinas de mi inteligencia”, era a lo que aspiraba Gil de Biedma. Los que nacimos en ambientes de alguna rudeza y escasez cultural, por decirlo de manera elegante, hemos estado más expuestos al contagio. El desarraigo se muestra entre nosotros con lacerante expresión al constatar que somos como plantas que se han arrancado de raíz, como ya digo. Y este brusco desarraigo no sólo ha proporcionado una mayor eficacia a esa labor destructiva de valores y formas tradicionales de convivencia, sino que la tarea ha sido aceptada con menos resistencia, con menos experiencia y formación, con una cierta -lo diré para mi propio escarnio-, cateta bobería.
El desarraigado es como un inmigrante que tiene que adaptar sus formas de pensar, sentir y actuar a la tierra forastera a donde arriba. Y en su complejo de pertenecer a naciones o provincias -geográficas y culturales- que por tener que ser abandonadas adquieren una cierta depreciación en el nuevo contexto, debe hacer un sobreesfuerzo de integración y demostrar de manera continua y estridente -siendo más papista que el papa- que está a la altura de las ideas imperantes. Los cambios se han sucedido en cualquier caso de manera tan acelerada que no hemos tenido tiempo material para asimilar críticamente, con la reflexión que exigía la profundidad y consecuencia de los mismos, las nuevas predicaciones. Y así uno ha ido abrazando una tras otra, como sucesivas conversiones paulinas, las nuevas religiones ideológicas que se ofrecían para llenar el vacío que ellas mismas creaban.
Pero resulta que una vez que se pierde la fe del carbonero y a uno le entra la duda, nada de lo que viene después es creído del todo ni de la misma manera. Pues lo que se ha transformado no es cualquier cosa: es toda la geografía de nuestro interior, los mapas, las brújulas y las medidas de los sextantes. Las continuas declaraciones de buenas intenciones y las vestimentas filantrópicas recubren hoy como trajes a la moda los mitos renovados, ofrecidos como si fueran tablas de salvación entre los restos del naufragio que ellos mismos han provocado. Y es esa mezcla de las grandes palabras, ya desaboridas y vacías, sobre el bien, la paz y la justicia al lado de los frutos que propician y las niegan, la que nos mantiene, entre la neblina de la confusión, agarrados a los palos rotos.
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