28/4/14

XLIV Cambio, camuflaje y emboscadura

Cambio, camuflaje y emboscadura 

La interrogación que al ser humano se le hace es la interrogación por sí mismo. De la respuesta que dé dependerá el que sea devorado o coronado.

(ERNST JÜNGER)

¿Sabéis como adquirió el Leopardo las manchas de su piel? Rudyard Kipling nos lo cuenta precisamente así
Era el Leopardo al principio de un color arenoso, pardusco y amarillento y vivía en una tierra del mismo color donde cazaba a sus anchas gracias a su camuflaje. Pero las jirafas, las cebras, los búfalos y los antílopes que le servían de merienda se cambiaron a la selva y se pusieron de piel esa especie de pijamas de colores que ahora tienen y que, emboscados en las boscosas umbrías, los hacen casi invisibles. Cuando el leopardo empezó a quedarse sin comida fue y le preguntó al Mandril: “¿Sabes dónde se ha marchado la caza?” Y el Mandril le guiñó el ojo, pues lo sabía: ”La caza se ha mudado - dijo el mono -, y te aconsejo, Leopardo, que te mudes tú también”. El Leopardo partió rápidamente hacia la selva umbría en busca de su comida; pero cuando llegó a la selva, aunque olía la caza y la sentía no la veía por ninguna parte. “¿Qué hago?”-le preguntó el Leopardo a un Etíope que cazaba con él-. “El Mandril no se refería tan sólo a un cambio de lugar, sino a que te cambiaras la piel” -le contestó el Etíope.
Los humanos ya no nos dedicamos a cazar -es un decir- como el Etíope, y como tenemos siempre dispuestos nuestros desayunos, meriendas y cenas, no ponemos mucho empeño en entender como es debido el doble consejo del Mandril, del que hoy en esta selva de asfalto en que vivimos todos debemos tomar buena nota, especialmente si somos carne perseguida: 
Uno es que hay que mudarse si quieres conservar el pellejo propio y lo que guarda dentro. 
Otro que esta muda no es un simple cambiar de sitio, como nos quieren hacer ver ahora los Leopardos, los pardos y los que no son pardos. Para eso hay que cambiar por dentro, si queremos un camuflaje perfecto, lo cual exige un refinadísimo aprendizaje: perfeccionarse en el arte de la emboscadura. O, como dicen los sufis, en el arte de estar en el mundo sin ser del mundo. 
No es fácil cambiar las cosas, sencillamente porque no es fácil que uno cambie. Y no es fácil que uno cambie porque ello exige un verdadero aprendizaje, que es también difícil e incómodo y a nadie le gusta la incomodidad ni las dificultades. Casi nunca se plantea el aprendizaje desde el punto de vista de la extraordinaria capacidad que tiene el ser humano también para evitar su propio aprendizaje, distorsionarlo o corromperlo de manera que todo se tergiversa en orden al interés propio de nuestro ego, con su tendencia a la codicia y la pereza. 
Nos hemos vuelto muy perezosos y nos limitamos a seguir las ideas que otros piensan por nosotros, y seguirlas al pie de la letra, en esta especie de tiovivo para ilusos en el que nos han subido para nuestro solaz aturdimiento. Y además están en la feria esos tahúres moviendo cubiletes y chinitas como auténticos prestidigitadores; siempre ganan la apuesta, pues las chinitas que ofrecen nunca están en el sitio por el que apostamos.  Es un asunto de velocidad, de cómo se maneja el tiempo y sus mudanzas. Y es también una cuestión de atención, lo que también exige una refinadísima educación en el incauto de su conciencia vigilante, que lo sepa él o no la tiene. 
René Descartes, que era tan inteligente como el Etíope, pensó una estrategia sibilina para tratarse con el tiempo, que consiste en convertirlo en un espacio troceado y marcado por donde se mueve un móvil, sea jirafa, búfalo, antílope, cebra o cualquier otro animal perseguido. La estratagema es digna de un cazador de primera, que ha puesto la geometría, que antes era cosa de la gente ociosa que se daba a la contemplación -”no entre aquí quién no sepa Geometría”, se leía en el frontón de la Academia platónica- , al servicio de la caza productiva.  La tribu humana ha levantado por ello a la memoria de Descartes un extraordinario monumento en miniatura: es esa especie de amuleto que llevamos casi todos enroscado en la extremidad izquierda superior, es decir, el reloj. El reloj es el monumental subterfugio geométrico por el cual el hombre quiere cazar el tiempo; pero éste se escapa siempre, matacán veloz que se sabe ya todos los revesinos de la caza, y es el propio hombre el que acaba cazado. 
El móvil se mueve en su territorio, que es en realidad nuestro, pues lo tenemos pesado y medido. Y hasta le sacamos fotografías en pose de papel milimetrado sobre dos ejes cruzados - la abscisa, la ordenada -, especie de jaula donde el móvil va errando delante de nuestra mirada calculadora. Pero nuestra piel no cambia persiguiendo el móvil; nuestra piel se arruga porque el tiempo la exprime como a un trapo. No pasamos; el tiempo pasa por nosotros y nos tizna con sus dedos poniéndonos manchas de verdadero camuflaje, que es la experiencia de la vida.
Mudarse es cambiar. Pero el cambio no es algo que le pasa a un objeto, sino algo que pasa en un sujeto. El cambio no es una acción externa que le pasa a las cosas, que cambian de lugar, sino una actividad de transformación interna que ocurre en el alma de las personas. 
Para saber cómo ha ocurrido un movimiento nos basta con saber el punto de partida y el punto de llegada del móvil. El troceo arbitrario del espacio recorrido permite la representación gráfica de la función sobre el eje de coordenadas. Para saber cómo ha ocurrido un cambio tenemos que conocer todo el proceso de pérdidas y ganancias (más pérdidas que ganancias), tal como se han ido produciendo en el transcurso del juego, del tiempo en que se juega y nos jugamos. Este proceso se puede registrar, aunque el registro da noticia sólo del orden en que han ocurrido las jugadas. Podemos hacer así un recorrido hacia atrás para saber por donde hemos pasado. Como el hilo de Ariadna...
Pero nuestra mente no es un ordenador hecho con proteínas en vez de silicona -como ha dicho un tal Fodor-, ni nuestra memoria una base de datos ensartados como cuentas preformadas según pretenden otros. Nuestra memoria, al mismo tiempo teje que desteje; es recuerdo y es olvido, por eso dijo el poeta aquello de que se hace camino al andar. Hay otra dimensión, condensada y actualizada en la memoria del jugador, y hecha presente en el resultado de la última jugada, que no es un hilo que se ensarta, sino una labor de tejer que transforma la madeja de hilo en una tela, es decir, en un texto, un discurso. Como Penélope… 

Y como Ulises, su fiel esposo, que no la olvida por más que le tiente el loto ni por mucho que le canten las sirenas. Qué viajero más original este Ulises, que no va, sino que viene, que regresa a Ítaca, y cuando vuelve, vuelve ya sabiendo para qué sirven los viajes, que es también la experiencia de la vida, y las Itacas -como dice Cavafis-. Ulises nos enseña que mudarse es regresar. ¿A dónde? Quizá a uno mismo. ¿Qué remedio nos queda? Hay quienes prefieren la máscara, que no se muda, sino que cambia de lugar. Pero se quiera o no se quiera, se reconozca o no, uno se va, por dentro, quedando la piel en los caminos. Por eso nos mudamos, mal que nos pese, cazadores cazados por el matacán del tiempo. Lo demás es cosa de la geometría.

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