¿Hay otros modelos de ciencia que lleven a una lectura del mundo que reconcilie al hombre con la naturaleza? ¿Es posible reconstruir de nuevo la Antigua Alianza que daba sentido al mundo? Otro científico, el físico Ilya Prigogine, nos dice que hoy tenemos una nueva ciencia —un nuevo “paradigma”—que puede reconstruir la alianza rota. Ilya Prigogine fue premio Nobel de Química por sus contribuciones al estudio de los procesos en los sistemas termodinámicos alejados del equilibrio —estructuras disipativas—. En su libro La Nueva Alianza, escrito en colaboración con Isabelle Stengers, propone una Nueva Alianza entre las ciencias y las humanidades, entre la naturaleza y el hombre, situándose de esta manera en el grupo de científicos que han sacado consecuencias filosóficas de su actividad, como Monod.
En esa pretensión de salvar la rotura que se ha producido en la modernidad entre las dos culturas, la científica y la humanística, el punto clave del reencuentro es la interpretación que la ciencia clásica ha hecho del tiempo. Para el modelo clásico, como defendían Newton, Monod o Einstein, el tiempo es una ilusión: los sucesos físicos son desplazamientos espaciales de un móvil, son movimientos y como tales, reversibles. Esto parece contradecirlo el comportamiento de los seres vivos, y por eso Monod dice que son seres extraños y raros en nuestro Universo material. Aún más contradictoria resulta esta idea con nuestra vivencia personal, humana, del tiempo. Por eso, las humanidades, el arte, la literatura, la religión o la filosofía, están impregnadas de tiempo. Prigogine y Stengers sostienen que el desarrollo de la ciencia en las últimas décadas permite recomponer esta rotura entre ciencia y humanidades, entre movimiento en un universo mecánico sometido a la entropía y un universo que incorpora el cambio real en el tiempo en su estructura material.
Por lo que uno ha leído y aquí se viene diciendo, la física clásica niega el tiempo. El cambio no es más que la ecuación matemática de la trayectoria de un móvil en el espacio. Si se conocen los parámetros de la ecuación, se puede determinar en la trayectoria tanto el pasado como el futuro del móvil. La naturaleza aparece como un mecanismo que hacen funcionar leyes deterministas y reversibles; es una naturaleza sin tiempo. Pero el hombre —dicen Prigogine y Stengers— no sólo es el producto de procesos físico-químicos complejos, sino también, y de manera inseparable, el producto de una historia, la historia de su propio desarrollo, la de su especie y la de las distintas culturas por las cuales el mundo es Mundo, es decir, un espacio habitado por el ser humano. Prigogine utiliza la metáfora de la flecha del tiempo para señalar el carácter irreversible, es decir, histórico, de tales procesos.
En la última parte de este libro, de significativo título —Del ser al devenir— se presenta una nueva ciencia que renuncia al determinismo y la omnisciencia a la que aspiraba Laplace y es capaz, sin embargo, de incorporar la realidad humana del tiempo. Los autores señalan el papel constructivo, creador, de la irreversibilidad, y la apertura de un nuevo dominio científico “en donde las cosas nacen y mueren o se transforman en una historia singular, que se teje al azar de las fluctuaciones y la necesidad de las leyes”. Esta ciencia del tiempo permite construir una Nueva Alianza que supere las contradicciones de las dos culturas, al incorporar la vida y la historia en su seno.
Pero ¿puede realmente el propio desarrollo de la ciencia superar esta paradoja o contradicción entre lo que dice la ciencia clásica y las interrogantes que nos plantea el tema del tiempo en los seres vivos y el hombre?
La extrapolación filosófica que Prigogine hace de sus aportaciones en termodinámica ha sido criticada por sus propios colegas, divididos entre seguidores y detractores, como pasa con todas las ideas que pretenden ir más allá de lo estrictamente científico y también con las que se quedan más acá. Las nuevas aportaciones de la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica, con su lenguaje sumamente sugerente y metafórico —flecha del tiempo, caos, incertidumbre, azar, indeterminación…— se prestan al uso y abuso de quienes buscan más el éxito literario que la verdad. Y estas controversias en el seno de la misma ciencia ponen en evidencia los dos grandes problemas que afectan a nuestra lectura del mundo: el diluvio universal de información en que vivimos y el estado de confusión entre las diversas lecturas. Hasta ahí, donde se supone que se habla una sola lengua exacta, la de las matemáticas, se reproduce Babel.
Yo no soy técnicamente competente para juzgar desde un punto estrictamente científico estas aportaciones; pero leo esto y lo otro y en uso de mi razón y mi pituitaria intuitiva entiendo que no es bueno mezclar churras con merinas. Para mí es razonablemente sano distinguir ámbitos y perspectivas en nuestra lectura del mundo. Y es lo que trato de expresar con mi imagen del iceberg que, sin pretender ir más allá de lo que dicta el sentido común de un simple lector, entiendo también que conlleva cuestiones epistemológicas de fondo.
A estas cuestiones se ha referido Habermas al distinguir también tres ámbitos de validez discursiva: el de la verdad objetiva (perspectiva de 3ª persona), el de la veracidad argumentada (2ª persona) y el de la rectitud u honradez del testimonio (1ª persona). Es la aplicación estricta del método objetivo lo que convierte un discurso en científico, son los argumentos racionales los que hacen aceptable un discurso compartido y es la honradez y los actos coherentes por una comunidad que los vive lo que hacen un testimonio aceptable. Cada clase de discurso tiene sus exigencias y a ellas deben su validez y legitimidad. No se trata, creo yo, ni de ruptura ni de alianza de dos culturas —a las que también se refirió Charles Percy Snow comparando a Shakespeare con la 2ª ley de la Termodinámica— pues yo creo que sólo hay una. Se trata de perspectivas de lectura en la mirada que echamos sobre el mundo. Confundir estas perspectivas es introducir confusión en el mundo.
La imagen del mundo como un gran mecanismo automático ajeno a las preguntas, intenciones y deseos humanos, procede de Newton. Pero en Newton ese universo mecánico adquiría sentido porque el edificio tenía un arquitecto y el reloj un relojero. Para Newton, que era un hombre además de científico profundamente religioso —dejó escritas más páginas sobre teología que sobre física— toda la admirable organización del Cosmos con sus leyes inmutables y precisas sólo podía tener su origen en un Dios creador, soberano y omnisciente. Pero luego vino Laplace y dijo aquello de que Dios era una hipótesis innecesaria. Y después se proclamó la muerte de Dios. Esta misma imagen de la ciencia clásica en la que se prescinde del Arquitecto y del Relojero es la que trajo la lectura desolada del Mundo, de lo que Monod llama “el mal del alma moderna”.
La ciencia nos dibuja un mundo objetivo del que el hombre se autoexpulsa como premisa metodológica, para no estorbar a esa objetividad. Pero esta lectura del mundo que hace la ciencia no tiene carácter absoluto. Esa lectura se convierte en dogmática y reduccionista cuando no se detiene, como dice Newton en la cita introductoria, ante “el borde del mar”, delante del misterio, que es, como dijo Einstein, “la fuente de todo arte y ciencia verdaderas”.
Monod y Prigogine son el uno biólogo y el otro químico. El primero entiende la vida como una manifestación extraña, en cierto modo inexplicable dentro de las leyes del universo establecidos por la ciencia clásica, una especie de ocurrencia impredecible, incluso altamente improbable, debida quizá a algún fallo evolutivo; el segundo ve, no sólo en las reacciones químicas controladas en el laboratorio, sino en el nivel cosmológico, que la irreversibilidad propia de la vida, de lo narrativo, de la “flecha del tiempo”, es constitutiva de toda la estructura evolutiva del Universo. Ambos han tenido el coraje de traspasar los límites de sus respectivas especializaciones y nos han planteado preguntas dignas de reflexión general. Y esto siempre hay que agradecérselo.
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