El máximo de positividad y visibilidad operativa —y consecuentemente de transparencia— es la que posibilitaría una completa digitalización del Mundo: la aplicación técnica de un sistema de cálculo binario en manos de un programador. La digitalización es el proceso de expansión de la lógica científica, de la racionalización instrumental, de la técnica, a todos los ámbitos, tanto a los objetos y a los organismos como a las personas.
Es digital un sistema cerrado que puede ser dividido en unidades operativas abstractas, generalizables y objetivas, sometidas a cálculo (ceros y unos del sistema binario). Es analógico, en cambio, un sistema abierto que se manifiesta en signos o símbolos interpretables, discutibles, cuya veracidad sobre el Mundo la determina un acuerdo entre partes.
Un ejemplo de sistema de comunicación digitalizado es el alfabeto morse: puntos y rayas. Por eso, el modelo que sirvió a Shanon para su teoría matemática de la comunicación era el telégrafo. La máquina que enviaba el telegrama cifrado —puntos y rayas— era idéntica a la máquina que lo recibía y descifraba —puntos y rayas—. El modelo se puede relatar así: un remitente-emisor “empaqueta” un mensaje en un código y lo envía mediante un canal —correos, mensajería— a un destinario-receptor que abre el paquete y lo desenvuelve —con cuidado para evitar, también en todo el trayecto del canal, los “ruidos”, las distorsiones en el mensaje—. El mensaje es unívoco y reversible —se puede volver a reconstruir luego de haber sido emitido—, y sólo ofrece una única lectura e interpretación a todo el mundo. Este esquema responde a la perspectiva de lectura del mundo que llamamos de 3ª persona.
Se podría entender que en un discurso o texto los fonemas constituyen también una combinatoria digital cuyo significado puede ser traducido de manera operativa, mediante un cálculo. Pero este lector lo ha pensado mejor y entiende que el equivalente de los ceros y unos digitales, en el caso del lenguaje, no serían los fonemas, sino en todo caso los rasgos fonológicos. Son estos rasgos fonológicos —o grafológicos en el caso de la palabra escrita— los que se someten a digitalización y permiten que los mensajes de un emisor sean disueltos en código de ceros y unos, esparcidos por la red y luego recogidos y traducidos de nuevo a fonemas y grafemas en la pantalla de nuestro ordenador o nuestro móvil. ¿Se quiere decir con esto que el empalabramiento y apalabramiento del mundo puede ser también sometido a un proceso de digitalización y transparencia absolutas? El lector cree que del mismo modo que el reloj es el artefacto ilusionista que nos hace ver el movimiento como tiempo, la computadora (del inglés: computer; y este del latín: computare, “calcular”), mediante la digitalización, nos crea la ilusión de creer que es la máquina la que lee y escribe, cuando lo único que hace es, como el telégrafo, transmitir información que un humano escribe o lee.
Es siempre un ser humano el que escribe y lee el Mundo, lo haga en un texto, de oídas o en la pantalla de un ordenador. Del estado de confusión, trivialización y degeneración que hoy sufren los mensajes que pululan por la red no tienen la culpa las máquinas, sino los usuarios. El wasap no es un telegrama, aunque lo parezca, y la intencionalidad tanto de quien lo escribe como de quien lo lee no pertenece al proceso de digitalización; es un proceso analógico, de cuyo desarrollo comunicativo e interpretativo es responsable el lector-escritor, no el medio empleado. La caída en el chismorreo, la habladuría, la difamación propias de la aldea global no es culpa de las máquinas, sino del usuario humano, cuya conducta no parece que mejore con las nuevas tecnologías. Está también la intencionalidad de quien hace negocio con todo este trasiego banal de mensajes, pero este es otro tema. Y están también las consecuencias: la facilidad para hacer cosas que la tecnología nos proporciona, como pasa con el aumento inconsecuente de riqueza —nuevos ricos—, sirve principalmente para que aumente la producción de la tontería humana.
Aunque evidentemente se trata de una simplificación y no tiene otro valor que otra imagen pedagógica, a mi se me ocurre comparar nuestra lectura del Mundo con una placa de rayos X o una resonancia magnética, que son informes que la medicina recaba para saber sobre aquellas partes de nuestro cuerpo no accesibles directamente a nuestros sentidos corrientes: la vista, el oído, el tacto… Una vez hecha la placa, el médico la pone sobre un plafond de luz y la lee, la interpreta. Algo parecido ocurre también con el informe de la resonancia.
Cuando este lector afirma que no vemos el mundo, sino que lo leemos, debemos entender esto en un sentido casi literal. Las aportaciones que están haciendo últimamente las investigaciones neurológicas, psicológicas y biológicas, las ciencias cognitivas o lingüísticas, de la epistemología y la comunicación, vienen a decirnos que nuestra relación con el mundo, nuestro conocimiento y saber sobre él, no es una copia ni un espejo, sino una especie de resonancia más que magnética. Y esto en el sentido con que es pronunciada la palabra “resonancia” en toda nuestra tradición pitagórica, platónica, aristotélica, agustiniana y tomista, que sintetizan magistralmente los versos de Fray Luis de León en su Oda a Salinas:
[El alma] Ve cómo el gran Maestro,
aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado,
con que este eterno templo es sustentado.
Y, como está compuesta
de números concordes, luego envía
consonante respuesta;
y entre ambos a porfía
se mezcla una dulcísima armonía.
Hoy tenemos tendencia a conceder un valor preeminente a las técnicas y los instrumentos, obnubilados por sus espectaculares aplicaciones —las placas de rayos X, las resonancias magnéticas—; pero no podemos olvidar que aquí lo importante es la lectura que hace el médico de esos informes que la máquina facilita, que es el que sabe leerlos, no el aparato o la técnica que los reproduce. Es más: este lector piensa que habiéndose acostumbrado los médicos al uso y abuso de estas técnicas y estos aparatos, han perdido el ojo, el oído y el tacto clínicos por los que también, sin técnicas intermediarias, antes se detectaba el funcionamiento fisiológico interno de nuestros órganos. Añádase a esto el hecho de que hoy el enfermo es un cliente con derechos y que, por tanto, como tal cliente, siempre tiene razón, y en virtud del prestigio de lo científico y lo tecnológico, se fía más de las máquinas que del médico que tiene delante; así entenderemos que el médico no quiera arriesgarse a ejercer su arte y los errores que como tal conlleva y le escriban su nombre en el libro de reclamaciones, y por tanto se limite a aplicar el protocolo burocrático que lo protege de tales riesgos personales que conlleva el ejercicio del arte de la medicina. De esta manera se han ido convirtiendo los hospitales —lugar de hospedaje, habitación y cuidado del enfermo— en talleres de revisión y reparación protocolaria, en ITVs (inspección técnica de vehículos).
En todo caso esa lectura de diagnóstico, directa o indirecta, sobre el estado de salud del enfermo, aún la del médico especialista, no deja de ser un acto de libertad y consecuentemente de responsabilidad. Un médico no es sólo un técnico, por eso existe el juramento hipocrático; y las máquinas, por estupendas que sean, no deberían servir para escurrir el bulto de nuestra responsabilidad personal en ningún campo en los que la miseria humana es atendida. ¿No será que la medicina o la pedagogía no son ciencia, sino arte? ¿No será que la misma ciencia tal vez, como nos vienen a decir los nuevos modelos científicos, no es nada más y nada menos que un arte, como acabamos de decir? Hay quienes piensan que todo acabará siendo digitalizado y transparente y, en consecuencia, en manos de quienes en cada momento y lugar detenten el poder de programar y controlar. Este lector confía por eso en que lo analógico siga funcionando y siga siendo posible la lectura personal del Mundo, por lo menos hasta que seamos tan perfectos como nuestro Padre del Cielo, a cuya perfección nunca, gracias a Dios, llegaremos.
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