17/10/14

XLI.- LAS TENTACIONES DEL PROFESOR NOVATO (1)

Las tentaciones del profesor novato

I

Imaginemos a un profesor nuevo –o profesora- que entra por primera vez en el aula, bien con un contrato de interino por parte de la administración del Estado, bien con una oposición aprobada con plaza, o bien con un simple contrato empresarial en un colegio privado o concertado. Él (o ella) y los alumnos se miran curiosos y expectantes. Ellos miran al profesor y el profesor los mira a ellos. Ellos lo miran de arriba abajo, lo miden, lo examinan mucho antes de que ellos sean examinados. El profesor está allí y no está, tratando de pensar al mismo tiempo en los alumnos que tiene delante, en las exigencias de la materia que tiene que dar y su didáctica, en las complicaciones burocráticas del contexto, en su propia persona. Sea persona tranquila o nerviosa, tendrá la sensación inevitable de que ha aterrizado en medio de un país extranjero y en principio hostil, viéndose “sólo ante el peligro”. Y si no es todavía consciente, lo sabrá enseguida, a poco que lleve unas semanas de clase y le asalten las primeras tentaciones, alentadas por el síndrome del novato: todo profesor nuevo es por definición un inmigrante que ha pasado del confortable lugar de un lado del aula en dónde se sentía seguro y acompañado como estudiante al otro lado donde se encuentra solo y extraño como profesor. 
Las primeras tentaciones de este inmigrante lleno de miedo -peor sería que se sintiera seguro arropado en su papel institucional- consisten en simplificar la situación mediante la cómoda identificación con algún factor ya simplificado: con los alumnos, con la materia de enseñanza o con el reglamentismo escolar. 


PRIMERA TENTACIÓN: EL COLEGA

El nuevo profesor –o profesora-, a pesar de la zozobra que pueda embargarlo, no vuelve en realidad a un sitio extraño para él. Muy al contrario, vuelve, tras un tiempo de vacaciones –aunque sea estudiando oposiciones, de estudiante al fin y al cabo- que se ha tomado desde que terminó el último curso de universidad, a un lugar en donde, con ligeras variaciones, ha pasado media vida, casi toda su infancia y juventud, sentado allí enfrente, donde están ahora aquellos que ayer mismo eran sus colegas y ahora lo miran como a un enemigo. Allí está él, en la trinchera, convertido de pronto en capitán general sin experiencia ninguna de mando como cabo, sargento, teniente, capitán, comandante, coronel o simple general de brigada. La primera decisión que debe tomar es la de asumir su nuevo papel, que es difícil. 
La primera tentación que debe resistir, si es que la resiste, es la de la regresión infantil, la de identificarse de nuevo con los colegas de enfrente, pues se trata de un papel que conoce bien y tiene de él, como decimos, una larga experiencia. Hay, ya digo, quien no resiste esta primera tentación de salir huyendo de la mesa y la tarima, de los rituales de su recién investida autoridad institucional –hoy, por cierto, extremadamente precaria- y corre a refugiarse allí delante entre quienes se considera todavía como uno de los suyos, como un colega más. Para esto, ya no es necesario, como hace algunas décadas, hacer ningún gesto de acercamiento: “Llamadme de tú, por favor”, ni dar la mano con miedo a que se tomen también el pie. No: las distancias están de antemano rotas y el problema es como reconstruirlas sin romper el flujo comunicativo entre las partes. 
Recuerdo a este respecto una anécdota vivida en un Centro de Adultos con un curso de jóvenes de catorce años que no habían obtenido el Graduado Escolar. Con el mayor desparpajo del mundo –pues esto ocurría en el interregno de la llamada transición política y nadie tenía claro quién mandaba o iba a mandar y nadie mandaba- el grupo funcionaba de manera asamblearia. Y en una de las asambleas, un compañero profesor que se empeñaba siempre en darle la razón a los muchachos, recibió la siguiente lección, de la que yo también tomé nota. Un alumno pidió la palabra y dijo:
  • Oye, Fulano; que nosotros no queremos que nos den siempre la razón, lo que queremos es que nos quieran
Hay quienes, practicando o no pedagogía asamblearia, ceden a esta primera tentación y asumen este papel de colega en el aula y allí flotan durante mucho tiempo, quizá durante toda su vida profesional –si no recibe una llamada de atención a tiempo- como agarrados a un salvavidas inflado que puede explotar en cualquier momento. Deberá, claro está, pues si no esto sí tendría consecuencias para su nuevo estatus, cumplir con las formalidades burocráticas que exija la Consejería correspondiente a través de los mandos intermedios, y ponerle notas a los alumnos, seguramente generosas tratándose de colegas. 

Se dará cuenta con el tiempo, si no está ciego ni sordo, de que aquellos que ahora tiene sentados enfrente no son ya sus colegas. Que lo quiera o no, él ha sido separado de la panda y es ya otra cosa, que tiene otro papel asignado y que tendrá que responder de él si quiere ser consecuente con su elección, por las razones que sean, de la profesión docente. 

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