17/6/14

LVII.- Educación y tradición (1)


Educación y tradición (1)

Para nosotros, lo pasado es lo que vive en la memoria de alguien, y en cuanto actúa en una conciencia, por ende incorporado a un presente, y en constante función de porvenir.
(ANTONIO MACHADO)

Tenéis que perdonarme que hable más de una vez de esa característica antropológica que constituye una de las constantes o condiciones del vivir humano, su ambigüedad constitutiva. El hombre no es ni bueno ni malo, sino ambiguo. Y esa ambigüedad es la que plantea la exigencia de la educación. Pero, ¿qué sirve de referencia a la tarea educativa? ¿Cómo se recoge esa tarea de civilización a lo largo de siglos? Cada ser humano al nacer no se encuentra con el mismo mundo a estrenar que se encontraba el australopiteco, sino con un lugar humanizado, civilizado, dotado de sentido por las generaciones sucesivas que han vivido en una geografía determinada y han realizado un cierto recorrido histórico. Cada nuevo ser humano es acogido en un lugar constituido en morada, un lugar ordenado, un espacio lleno de significados y sentido, en definitiva, una casa familiar. ¿Cómo se constituye ese lugar en una morada protectora y con sentido, de manera que sea reconocida como nuestra, es decir, como humana, y en la que a la vez nos reconozcamos como tales? Esa constitución se realiza mediante la transmisión, recepción e interpretación de una tradición. El acto pedagógico esencial consiste en la entrega y recepción de las escrituras de esa casa, que una generación cuida para dejarla en herencia a la siguiente. Unas escrituras que no son simplemente unas referencias legales y formales, sino que tienen un contenido sobre el significado y sentido de esa casa, sobre las maneras de convivir en ella, de conservarla y cuidarla, de mejorarla.
La palabra “tradición” contiene en su etimología –como ha señalado Luis Duch
- un aspecto activo y otro pasivo, tradere y transmittere, entrega y recepción. Se entregan unas herramientas probadas, unas hipótesis verificadas, unos valores aceptados. Se reciben unas herramientas sustituibles por otras más potentes y precisas, unas hipótesis abiertas a nuevas interpretaciones, a nuevos contextos, unos criterios que han de ser una y otra vez valorados y acordados en base a cada experiencia que es la vez personal y colectiva. 
La interpretación o recepción de esas escrituras, de esa tradición, es una suerte de reescritura. Las escrituras constituyen ese acervo que llamamos, en un sentido amplio, “nuestra literatura”, a la que, pecando siempre de etnocentrismo, llamamos “universal”. Son los textos que nos sirven de referencia, las escrituras de una casa que forman parte de su misma hechura. Y su entrega y recepción, que es la tarea pedagógica que liga una generación a otra, no es otra cosa que eso: una permanente interpretación o reescritura de textos: versiones, glosas, comentarios, síntesis… Esta reescritura, interpretación y recepción se lleva a cabo mediante procedimientos de selección, de añadidos, de reordenación, de sustituciones, que exigen la adaptación a los tiempos desde una honrada y veraz constatación de la realidad. La entrega de esas escrituras no es simplemente la entrega de un acta notarial que hay que guardar y conservar. Casa y escrituras de la casa son entes vivos que necesitan remozamientos y reajustes que miren desde el pasado el presente hacia el futuro. Y esto también debe formar parte de la entrega y de la recepción, que debe ser crítica y veraz. 
La función de toda tradición, su entrega y recepción –que constituye toda tarea educativa- es facilitar y propiciar el gozne con que una generación se une a la siguiente, permitiéndole así progresar hacia un futuro de civilización sin tener que partir de cero. La tradición se sitúa entre la rememoración del pasado y la anticipación del futuro y de esta manera sitúa a su vez a cada nueva generación en el punto de encuentro del camino donde se ha de recoger el testigo. Todo ello sirve para reducir la complejidad de la existencia y la angustia del vivir, para que el nuevo ser humano se sienta acogido, protegido por valores, costumbres y significados; en definitiva, por unas reglas de interpretación para leer un mundo que en principio le es hostil y que nadie puede leer por él. 
Hoy, sin embargo, incluso desde las mismas instancias educativas y pedagógicas, hay un empeño en romper ese gozne, una clara batalla contra todo lo que suena a tradición. Están, por un lado, la velocidad de los cambios. El valor de lo novedoso, que se ha impuesto como mentalidad, insufla un ritmo maquinal a los acontecimientos, los proyectos, las proclamas políticas, los hallazgos tecnológicos. Todo envejece muy rápidamente y lo mismo que las cosas las ideas se arrumban y se sustituyen por otras antes apenas de ser usadas y comprendidas. Es el fenómeno de la obsolescencia. Ello propicia a la vez la exclusión de valores e ideas tradicionales a favor de una irrealidad virtual manipulada por diversos poderes económicos, políticos y mediáticos. Las palabras dejan de significar hoy lo que significaban ayer mismo y cambian su referente, con su marchamo de cierta universalidad y permanencia, degradándose en razón de intereses particulares políticos o económicos de carácter coyuntural. 
Consecuencia de todo esto es que ya no reconocemos nuestros lugares ni nos reconocemos a nosotros mismos en ellos. Se ha roto el hilo del sentido, la cuerda a la que nos vamos agarrando al crecer, orientados y protegidos en nuestro proceso de maduración y formación. Se ha abierto un abismo entre generaciones, que desde un lado a otro lado de la sima se dan voces sin entenderse. Así, tanto el que ha de hacer la entrega como el que ha de recibirla, pierden, al perder el contacto, el engarce, el diálogo, la discusión, la educación en suma. Y como las frutas hoy, los jóvenes maduran en el frigorífico y los viejos se pudren en los trasteros del desahucio. 


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