8/5/14

XLVI No vemos el mundo, lo leemos (2)

XLVI

 No vemos el mundo, lo leemos (2)


En Tamara, la ciudad invisible de Calvino, el ojo no ve cosas sino figuras de cosas que significan otras cosas. El mundo se hace visible en virtud de los textos del edificio cultural que los seres humanos nos hemos construido para vivir en él como tales. Es una visibilidad que se nos proporciona en cifra. Por eso no decimos “ver el mundo”, sino “leer el mundo”. 
Esta ciudad, Tamara, no se muestra al viajero que la contempla de forma directa, sino mediante signos.  En realidad, esta ciudad no la podemos ver, hay que leerla, interpretarla, tanto en lo que representa o significa con sus diversas funciones, como en la manera en que uno debe conducirse o comportarse en ella, como también en el sentido que otorgamos a su existencia ordenada.  La ciudad manifiesta de manera indirecta, a través de sus signos, una ontología, una ética o moral y una religión o metafísica.   
Tamara es como un libro, toda una cultura encerrada en un solo libro. Incluso fuera de la ciudad, del libro, el viajero sigue empeñado en leer aquello que el paisaje natural le ofrece a sus ojos como si fueran también signos textuales de la ciudad-libro, se empeña en otorgar significado y orden al caos que rodea la ciudad, se afana en convertirlo también en cosmos. De este modo, el viajero se siente formar parte de un mundo donde se mezclan de manera confusa y borrosa las sensaciones que estimulan las cosas que están allí fuera y los significados que el propio viajero les otorga a estos estímulos y sensaciones.  Lo que rodea al viajero no es un simple entorno que estimula reacciones instintivas de supervivencia en él, sino un mundo que, en cierto modo, es especular, es un espejo para él, en el que debe re-conocerse y dar y darse sentido. 
El recién nacido y el infante -el que todavía no habla- llegan a un mundo ya edificado, a una morada. Todo está ya funcionalmente dispuesto: los cimientos, la conducción de las aguas, del gas, de la electricidad, los desagües -tan importantes en estos edificios donde se consume tanto y se desperdicia tanto-, los lugares especializados -hogares, oficinas, lugares de espectáculo y entretenimiento, bibliotecas, templos, sedes bancarias, palacios y palacetes... -. Lo importante es que aquellos que vienen al mundo hoy sean acogidos en él, donde todo está, en principio, prácticamente hecho. Figuraos que cada nueva generación tuviera que empezar de nuevo desde las cavernas prehistóricas.  
Nacemos en un mundo de lugares preparados para la acogida, y uno de esos lugares, el primero y esencial, es la familia. Ahí el niño tiene que adquirir competencias fundamentales sin las cuales no puede integrarse en ese edificio cultural; no sólo integrarse en un mundo civilizado y complejo, sino que ni siquiera podría hacerse biológicamente humano. Fijaos, una cosa tan física como el caminar erguido, el niño no puede aprenderlo, como han demostrado los casos de “niños salvajes”, sino es con ayuda de sus congéneres adultos que ya saben andar de pie, que han convertido “el lomo de la fiera” en espalda. 
No digamos el habla. Sin el aprendizaje de una lengua -al principio oral, luego escrita- no tendría acceso real al mundo, que se ha ido edificando sobre todo con palabras, a su lectura. Por eso la lectura se ha convertido hoy en un derecho humano universal, no un simple derecho burgués como alguien dijo hace algunos años. Por eso, en nuestras sociedades modernas, el analfabeto siente vergüenza de serlo, pues se ve como un ser humano incompleto, un ciudadano disminuido y menoscabado en su dignidad con respecto a sus semejantes. 
En realidad, nuestro contacto con el mundo, como han puesto claramente de manifiesto tanto las ciencias neurológicas y psicológicas como las tradiciones espirituales, constituye verdaderamente una lectura, un acoplamiento histórico, procesual, entre el sujeto y el objeto de conocimiento, que no existen como dos instancias del todo separadas, sino que se autorrefieren la una a la otra y se construyen reflexivamente; que, en definitiva, son inseparables. 
Hablamos de tradición cultural, de manera más específica, si nos referimos, de acuerdo con la cita de Lotman, de manera más concreta a los textos y discursos mediacionales que se han pronunciado y se pronuncian acerca de nuestra comprensión del mundo.  La interpretación y actualización de los símbolos con que se formulan las escrituras de herencia y traspaso del edificio cultural que constituye “nuestro mundo” es al mismo tiempo conmemoración y rememoración, que se cumplen en la idea del “monumento”. 
Conviene saber que el fundamento de esos textos es también una lectura. Nuestros sentidos no tocan, oyen, gustan, ven, huelen el mundo en el sentido usual del habla, sino que lo leen. Esto se sabe desde que el mundo es mundo, y no un simple espacio natural de caza o predio para el hombre, sino un lugar que se hace legible y cobra sentido gracias a lo signos, el número y la palabra. El mismo Galileo veía a la Naturaleza como un libro escrito por Dioso que tenía que ser descifrado por la ciencia, interpretado, leído; como la Biblia. De ahí que se haya comparado tantas veces al mundo con un libro. ¿Y qué es la evolución sino el desenrrollar un rollo -eso significa “evolución”-, en definitiva, la lectura y relectura de un libro que se va abriendo y desplegando en el tiempo?  

Por todo ello, la lectura se ha ido convirtiendo en un verdadero ritual de iniciación por el cual las nuevas generaciones acceden al mundo. Un mundo que han recibido y cuidado antes sus padres y que han intentado mejorar, para dejárselo en herencia y para que ellos a su vez se lo apropien y lo mejoren. Un mundo que no es un caos resultante del azar -una selva de asfalto-, sino un cosmos con sentido, una morada humana. 

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