Loa a la vieja pizarra
Hace poco he publicado un libro titulado Loa a la vieja pizarra (*). El título es deliberadamente provocativo y pretende al mismo tiempo despejar algunos equívocos implícitos en esa provocación.
En primer lugar, la “loa”, que es totalmente sincera y tiene su fundamento, no tiene por qué presuponer que mi ensayo se encuadra en el viejo tópico de “cualquier tiempo pasado fue mejor” -o tempora, o mores- o que el autor milita en alguna legión de luditas combatientes contra las máquinas.
El problema de las máquinas está en la forma en que se han instalado entre nosotros. Una auténtica invasión. Una invasión, sin embargo, que ya estaba aquí, como en La guerra de los mundos de Wells; y una invasión, a diferencia de lo que ocurre en esta novela, no de extraterrestres, sino de humanos colonizando a humanos.
Las máquinas ya estaban aquí, porque la deriva y degeneración de la Ilustración, que está en base de la generalización y obligatoriedad de la Escuela, ha ido concretándose en una invasión y conquista de lo humano por parte de lo técnico, que no se traduce sólo en aparatos tecnológicos, sino en formas instrumentales de control y administración social. La escuela, tal como hoy la vemos, es un producto de la modernidad y una herramienta fundamental del proyecto de la ilustración. El problema está en que la escuela ha envejecido más deprisa aún que la ilustración, convertida en tan poco tiempo en un conjunto de mitos que arropan la explotación del mundo y del hombre por el hombre. Lo técnico está en la base tanto del capitalismo como del anticapitalismo, tanto del crecimiento permanente del consumo para mantener el crecimiento de las ganancias, como el de la adopción de planes quinquenales que reducen al hombre a una máquina de producción para el Estado: véase, sin recurrir a la historia, la China comunista.
Quisiera resaltar, en este sentido, que la diferencia entre lo analógico y lo digital, cuya oposición se suele presentar como si lo primero fuera antiguo e inservible y lo segundo como actual y eficaz, implica dos maneras de entender el mundo. Una, lo analógico, presupone que el ser humano tiene capacidad de ir más allá de la literalidad y materialidad de los hechos -humanos-; es decir, que como en las palabras, la lingüísticidad consustancial del mundo ofrece un aspecto significante y otro significado, incluso simbólico. La otra, lo digital, entiende que todo puede remitirse a sus componentes materiales, en última instancia, a sus últimas unidades materiales irreductibles - sus átomos- que pueden ser sometidos a cálculo. El alma de lo digital está compuesta en todas sus manifestaciones de ceros y unos, este es su código. Lo digital se reduce a la disección y troceo de los componentes del signo -combinación azarosa de fonemas o, mejor aún, de rasgos fonológicos-. Y estos componentes pueden medirse, contarse, pesarse por quienes tienen poder para ello y ante cuyos cálculos la libertad de interpretación no tiene ningún papel.
En la pizarra analógica el profesor controla y dispone del significado, del que puede, a su vez, hacer partícipe al alumno; en la digital, sólo puede elegir entre la oferta del menú del día que ofrece el catering correspondiente -interactividad mecánica-; los significados están ya elegidos de antemano. De este modo profesor y alumnos quedan alienados y alineados.
En las primeras páginas de la novela de Wells que narran los acontecimientos prolegómenos de la invasión de las máquinas, vistos a un tiempo desde la doble inconsciencia juguetona de los periodistas y los niños, se dice: “Cuatro o cinco chicos, sentados en la orilla del foso, con los pies colgando, se divertían en arrojar piedras a la gigantesca masa. Les rogué que dejaran de hacerlo y se pusieran a jugar al paso”.
¿Qué nos sugieren estas palabras sobre la inocencia o inconsciencia de los niños -estos que ahora llamamos “nativos digitales” en una fórmula retórica de gran éxito- a quienes tenemos alguna responsabilidad de educar y al mismo tiempo somos conscientes de la invasión y sus riesgos? No sabemos en realidad cómo reciben interiormente los niños este nuevo mundo digital que se le ofrece ni qué formas de apropiación tiene del mismo y las respuestas consecuentes, que seguro no serán las mismas que las nuestras. Pero los que tenemos alguna clase de responsabilidad sobre el futuro de las generaciones que van llegando al mundo, deberíamos al menos ser prudentes con el uso y, sobre todo, con el abuso de las nuevas tecnologías. Por el momento son, creo yo, un sucedáneo fácil para el entretenimiento que usamos los adultos y los niños acogen a falta de otra cosa más real y humana. O sea, más analógica; quiero decir, que les despierte sus fantasías, sus sentimientos, sus aspiraciones de crecimiento, de ser más y mejor -”ana” significa más arriba-.
Nuestra loa a la vieja pizarra tiene muy en cuenta la posición del adjetivo “vieja”, epíteto definidor que resalta la cualidad del objeto. La pizarra tiene valor precisamente por vieja, pues son los adjetivos los que conceden cualidad, es decir, humanidad a los objetos que los seres humanos manejamos. Y nadie podrá negar que las pizarras de las aulas tienen ya un largo memorial de servicios prestados que por el momento las pizarras digitales no tienen. Ya veremos, que dijo el ciego. En cualquier caso, nunca debemos olvidar que las máquinas no sólo las hemos construido nosotros, sino que funcionan y se expanden gracias a la energía que les facilitamos. Si como en la novela de Wells resulta que las máquinas atacan a los humanos, bastará con retirarles nuestra gasolina y dejarán de funcionar. O quizá se infecten de nuestras propias enfermedades y sean letales para ellas. Entretanto, acudamos a la “hermana paciencia” que no sólo ayuda a curar el ébola, como hemos visto, sino a que el tiempo ponga las cosas en su sitio.
(*) ESTRELLA, B.: Loa a la la vieja pizarra. Colección Sinergia. Fundación Emmanuel Mounier. Madrid, 2014.
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